Hablemos, Parlem











6/10/2017

Esta mañana, crucé Madrid en autobús, recorriendo una línea entera, desde la primera hasta la última parada. Vi subir y bajar a gente, la mayoría adultos que iban a trabajar o padres con niños que acompañaban al colegio. Una niña pequeña, de unos seis o siete años, jugueteaba con la chaqueta del uniforme escolar mientras le contaba emocionada a su madre la excursión que tenían organizada.
-Y dijeron que vamos a ir todos con banderas. Yo me quiero pintar una aquí, aquí y aquí -dijo, señalándose las mejillas y la frente.
Mirando por la ventana vi una tienda de cereales muy extravagante y cuyo nombre me sonaba. ¡Claro! El día del juicio de Rajoy en la 1 se habían dedicado a echar un reportaje sobre cereales y yo lo había visto entero. La tienda alrededor de la cual giraba el reportaje era aquella.
También pasamos al lado de varias embajadas, edificios grandes y bien cuidados que lucían una bandera y un cartel informativo sobre el país que allí estaba representado. Frente a la embajada de la India, dos jóvenes con aspecto de proceder de allí leían el cartel informativo de su embajada.

Es curioso ver cómo funciona la ciudad. Cada persona desempeña un papel para que todo el engranaje funcione y, aun así, si un individuo para en medio del caos, si alguien se niega a seguir participando, se ve arrollado por el sistema. En un pueblo o ciudad pequeña, si te paras en medio de la calle, te mirarán raro si eres diferente y se extrañarán de tu presencia si eres un turista. Sin embargo, Madrid se mueve ciegamente, movida por individuos de lo más dispares que parecen saber a dónde van en el metro, hacen colas para coger el bus y conducen sus coches en medio del mar de humo, pitidos y sirenas. Parecen estar en su hábitat de caos ordenado, y la verdad es que es fácil adaptarse. El ritmo constantemente acelerado de una ciudad que nunca duerme desorienta hasta que amplías la zancada, sabes volver a tu casa desde cualquier sitio en metro, aprendes que si en un bus caben 100 también caben 101, y te acostumbras a fiarte solo lo justo de Google Maps (sí, el muy condenado ya me ha engañado varias veces). Es inevitable echar de menos la humedad y las nubes del norte, la calma de una ciudad pequeña o la costumbre de saludar a tus vecinos por la calle, pero aquí he descubierto la aventura de meterte en un bus donde no cabes todas las mañanas, estudiar en una facultad sin censura y sin límites, compartir vivencias con chicos y chicas de todos los rincones de España… Aceptad, adaptarse y actuar, porque llega un momento en que te adaptas al ritmo y casi parece que tú también sabes a dónde vas.

No sé dónde escuché que el nacionalismo, para consolidarse, necesita un enemigo, algo entorno a lo que unificarse. Mi hermano decía, antes de que todo esto se volviera tan preocupante, que la única forma de lograr la paz mundial y que todos los países colaborasen por un bien común sería con una invasión extraterrestre. Un enemigo común.
Cuando veo tantas banderas (que, insisto, me preocuparían exactamente lo mismo si fueran de otro color), me pregunto si son banderas a favor o en contra. Me pregunto si aquellos que las cuelgan de sus balcones o las pasean por la calle lo hacen por legítimo orgullo nacional o por repulsión y rechazo a aquellos que no se sienten identificados. Como estudiante de sociología, creo que lo más probable es que la mayoría de ellos ni siquiera se planteen lo que significa una bandera. Puede que tan solo la tengan porque la tienen sus vecinos, la farmacia de en frente y el restaurante de abajo. Al fin y al cabo, en ningún barrio se ve una bandera solitaria; tienden a agruparse, a alinearse. Barrios evitando la soledad uniéndose al nacionalismo o a la neutralidad, vecindarios unificados en Madrid, pero imagino que también en Barcelona o en Lugo. A pesar de tantas banderas, no creo que a la gente le guste el conflicto. Aceptarán un símbolo con resignación y esperanza de que, al menos, les traiga tranquilidad. Y, como el arma del sistema es el conformismo de la mayoría, aceptamos la bandera que nos debe representar.
Ayer, en medio de una fachada llena de banderas de España, vi una de la Unión Europea. Casi me resultó cómico. Hoy, en otra fachada de características similares, había una solitaria bandera republicana en medio de las constitucionales. Pensé en la persona que la habría colgado allí, si lo habría hecho por principios, por provocar o por simple rebeldía de quien quiere llevar la contraria a toda costa. La gente que la viera desde la calle no haría nada, como mucho lanzar huevos si no les gusta, pero sus vecinos sabrían quién la había colgado. ¿Serían conscientes de los principios de su vecino de escalera, de edificio, de barrio? ¿Lo tratarían de forma distinta como consecuencia de su temeraria valentía, de su bandera diferente? ¿Y si, en vez de una bandera republicana, hubiese sido una estelada?



8/10/2017

No sé dónde leí que la manifestación de las banderas blancas, la que pide diálogo, «Hablemos, Parlem», era una trampa organizada por la extrema izquierda para perdonar los delitos de los golpistas catalanes. Alguien a quien tengo agregado en Facebook lo compartió en su muro.
Resulta cuanto menos interesante que sea precisamente la extrema izquierda española la que defienda a la derecha catalana. Esta publicación aseguraba, además, que las manifestaciones «buenas» eran las de las rojigualdas. No sé si mi conocido o conocida estará al tanto de que hay manifestaciones perfectamente legítimas por la unidad de España, pero también hay muchas organizadas por la extrema derecha en que se ondean banderas franquistas y se canta Cara al sol con el brazo en alto. Tanta preocupación por la extrema izquierda y tanta tolerancia por la extrema derecha... En fin, supongo que cada uno mide el conflicto con el rasero que le conviene. Yo tampoco soy neutral (es imposible serlo) pero para entender todo esto desde un punto de vista un poco sociológico, hay que intentar acercarse a la racionalidad que habita fuera de las ideologías. 
Fui a la manifestación por el diálogo porque creo que hablando se entiende la gente. Que las guerras solo llegan cuando nadie quiere hablar más y es vergonzoso que, en pleno siglo XXI, sigamos permitiendo que el orgullo nos lleve a permitir tantas atrocidades. A veces, lo valiente no es mantenerse firme, sino dar un paso atrás.  Deberíamos estar vacunados contra esta irracionalidad; hace no tanto tuvimos una guerra que se hubiera evitado con diálogo y democracia. ¿Tan mala memoria tenemos? 
Aristóteles decía que la política es el arte de cambiar las cosas. Sócrates defendía que si a uno no le gustan las leyes, si quiere cambiar el sistema, debe hacerlo por los métodos que se especifican en dicha ley; de forma democrática se le puede dar la vuelta a una democracia. La Constitución tiene unos pasos para cambiarla; para ser anti sistema, hay que cambiar el sistema adaptándose a él.
Maquiavelo, en cambio, decía que la política es el arte de engañar a la gente. Y Rousseau hablaba del contrato social explicando que un individuo, al nacer en un país, renuncia a parte de sus derechos naturales a cambio de protección y seguridad, firmando el contrato social. Sin embargo, si el otro firmante (el gobierno) incumple su parte del contrato, actuando fuera de su jurisdicción, una revolución social es justificable y legítima. 
Yo soy optimista. Creo en el aprendizaje, en que no tropezamos dos veces con la misma piedra sino con una que se parece mucho a la última que nos hizo caer. Creo que el amor está por encima del odio, llega a más gente y se entiende mejor. Pero también sé que el odio mueve masas y a veces armas, que son los intolerantes los que salen en las noticias, que la mayoría de los españoles, de los catalanes, gallegos, vascos, andaluces y madrileños estamos hartos de esta lucha irracional. A los políticos les compensa. Cuanto más fomenten el odio al otro bando, más gente se unirá al suyo. 
Conmigo o contra mí.
La mayoría (silenciosa o ruidosa, da igual) queremos diálogo. A los que no les interesa el diálogo (que son los de un bando y los del otro) se les ocurrirán mil y una excusas para que te unas a ellos y acusarán a los racionales de extremistas. Si extremista es aquel que lleva su ideología hasta el final sin dar cabida al diálogo, creo que «Hablemos» es el lema equivocado. 

A los que se aferran a una bandera como si ello les prometiera la vida eterna me gustaría decirles que ojalá hubieran estado en medio de la marea blanca el sábado (de la de Madrid o de la de cualquier otra ciudad) y hubieran visto quiénes somos. Somos miles los que salimos de blanco aquella mañana, aunque los medios no se hicieran eco de nuestra causa. Lo dicho: hay dos bandos y el diálogo no compensa a ninguno.
A los que todavía creen que esto es un conflicto de una sociedad contra otra y no de un partido político contra otro (o cooperando, que los ladrones suelen ayudarse), me gustaría haberlos llevado el sábado a Cibeles. Ojalá hubieran visto las familias enteras con globos blancos, con carteles de «paz», dibujos de palomas, banderas blancas y lemas tan bonitos como veraces. Ojalá hubieran visto al hombre que llegó ondeando una bandera republicana y, tras el grito unánime de «Sin banderas», decidió guardarla, ganándose un merecido aplauso por parte de todo su alrededor. Ojalá hubieran visto a la mujer que se puso a bailar con una bandera de España y, tras repetir nosotros el lema de «Sin banderas», ella se acabó marchando porque ya nadie le hacía caso. Había niños, adultos, ancianos y también universitarios como yo, jóvenes y mayores que se sienten representados por banderas distintas y decidieron dejarlas en casa para unificarse ante una petición común: diálogo. 
Algunos políticos españoles aseguran que no se puede dialogar con golpistas, que habría sido impensable haber hablado con los ejecutores del 23-F. Yo les digo que nadie votó el 23-F y a Puidgemont lo votaron muchos catalanes. Representa a un porcentaje de la sociedad que, justifiquen o no el modo en que está gestionando el tema, tienen una ideología parecida a él. Como dijo Manuela Carmena en una entrevista el pasado septiembre, si un día de repente todos empezásemos a conducir por la izquierda, no tendría sentido poner multas a todo el mundo. Lo suyo sería analizar por qué conducimos por la izquierda, qué nos ha llevado a esa situación. Quizá sea porque alguien nos ha dicho de que es la mejor opción. Hay otros países que lo hacen, puede que nos hayan convecido. Es posible que sea simplemente mejor y hayamos vivido engañados toda la vida. Multar a todo el mundo sería lo más sencillo pero no lo más racional.
Hablemos, Parlem. Que ya somos mayorcitos.

Me gustaría dejar aquí un poema muy bonito que he encontrado por casualidad de Benjamín Prado, un poeta al que llevaba años sin leer y con el que me ha encantado reencontrarme, sobre todo en este caos irracional en el que estamos convirtiéndolo todo por culpa de unas banderas que no nos merecen. Abramos los ojos y el corazón, que España es mejor que sus gobernantes.



Hablemos, Parlem

«Hablemos sin cuchillos en las manos
Hablemos sin quemarnos las banderas
Con razones, sin sangre en las aceras
Con libertad, sin ira, como hermanos
Hablemos de palabras, no de idiomas
Digamos 'te respeto', 'no te vayas'
Sin ver puntos finales donde hay comas
Sin ver desiertos donde solo hay playas
La justicia consiste en ser iguales
La igualdad, en poder ser diferentes
La esperanza, en querer mover montañas
Que aprendan a pensar en nuestra gente
Abrir ventanas, sin romper cristales,
Hay sitio para todos en España.»

Benjamín Prado

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