Tanto odio que da miedo
10/10/2017
Ayer, nada más entrar en la
facultad, me percaté de que el suelo parecía más limpio, más blanco. Una
“mancha” de suelo impecable se extendía donde solía estar escrito el mensaje de
solidaridad con Cataluña. Después de una semana probando todo tipo de productos
para limpiarlo (con sus respectivos olores que inundaban la primera planta),
consiguieron sacar la suciedad que debía de llevar ahí incrustada desde el
origen de Somosaguas. También consiguieron borrar el mensaje. Donde una especie
de tinta azul declaró que “no en nuestro nombre” hace poco más de una semana,
ahora el suelo tiene un color crema más claro, delatando que ahí hubo algo. Con
el paso de los días o de los años, después de que miles de pies hayan caminado
por el hall de Políticas y Sociología, la gente irá poco a poco olvidando el
asunto, hasta que un día el suelo recupere la homogeneidad y nadie sospeche que
el 3 de octubre de 2017 el hall de Somosaguas amaneció protestando.
Hace unos días leí un
artículo de opinión en el periódico El Mundo llamado “Tanto odio que da miedo”.
Estaba escrito antes del 1-O, en uno de los últimos días de septiembre, pero
parece seguir vigente dos semanas después. Olvidé de qué trataba el artículo
(ya he leído bastantes sobre el mismo tema) pero el título de este me pareció el
más certero y, por ello, hoy me acordé de él.
El sábado pasado, cuando fui
a la manifestación por el diálogo, vi más banderas que nunca, más cánticos
provocadores o directamente ofensivos, más gente con ganas de tomar las calles
para insistir, una vez más, en que España es una. En el metro, llegué a la
conclusión de que me había equivocado de día, que el 12 de octubre se había
adelantado, hasta que en mi parada se bajaron decenas de personas vestidas de
blanco. José Luis (un andaluz de mi residencia con el que fui) y yo nos
miramos, sorprendidos ante la repentina aparición en escena de nuestra
manifestación. Pero no fue hasta salir de la estación del metro de Cibeles, al
verme en medio de aquella marea blanca, cuando me di cuenta de que la
tolerancia todavía no se ha extinguido. Madrileños y madrileñas manifestándose
en solidaridad con un pueblo que siempre fue considerado su rival, demostrando
que no es un ellos contra nosotros, que
solo es una batalla entre políticos que, al fin y al cabo, no son tan diferentes.
Algún que otro abanderado se pasó por nuestra manifestación. Más tarde descubrí
que, al mismo tiempo que nosotros alzábamos banderas blancas y palomas de la
paz, otros ondeaban la bandera española, a poca distancia de allí. En las
fotografías tomadas desde el aire, parece que somos la misma cantidad de gente
en una y otra manifestación, pero de la nuestra casi ningún medio se hizo eco y
de la españolista sobraron portadas de periódicos. Una portada llena de esteladas al lado de otra llena de
banderas de España, echando más leña al fuego, dramatizando la división de un
país que ya está bastante torturado, escondiendo la realidad de que sigue
habiendo una salida pacífica. Y luego, una vez más, unos y otros justificarán
lo injustificable por una bandera, porque “no había otra opción”. Y nosotros
nos lo creeremos, olvidando que, desde el principio, siempre hubo más caminos.
Tanto odio que da miedo. Desde
hace años, y creciendo, manifestándose hasta en la más infames de las
ocasiones, politizando los atentados terroristas de agosto. ¿No tinc por? Pues yo sí que tengo miedo.
15/10/2017
El viernes 13 teníamos clase
pero la inmensa mayoría de los no madrileños de la clase pretendíamos volver a
nuestras tierras, así que decidimos unánimemente (si había alguien en contra,
no se manifestó) no ir a la facultad. Pirar
clase, lo llaman aquí. Para mí siempre será latar. Antes de tomar la decisión, lo consultamos con los dos
profesores con los que tenemos los viernes. Uno de ellos dijo que no pasaría
lista y si alguien iba a clase aprovecharían el tiempo, pero no harían ninguna
práctica para nota. El otro profesor dijo que lo hablaríamos el miércoles. El
mismo miércoles nos envió un correo electrónico diciendo que no iba a ir a
clase ni ese día ni el viernes, feliz puente. Feliz puente a él también.
El miércoles por la tarde cogí
el bus en Moncloa. Antes de subirnos pude ver a varios conocidos con sus
respectivas maletas, esperando por el mismo bus que yo. Saludé a dos chicas de
Pepas; una me devolvió el saludo, la otra me giró la cara. Me tocó sentarme al
lado de una chica, también de Lugo (el bus paraba en La Bañeza y Ponferrada
para dejar pasajeros antes de llegar a Lugo), que estudia tercero de Magisterio
y fue al femenino, igual que yo. Hablamos un poco, principalmente sobre temas
banales. En la parada que hicimos, me di cuenta de que en mi mismo bus iba otra
chica de Pepas con la que siempre me había llevado bien. Me contó que vive en
Madrid con su hermana y empezará Relaciones Internacionales el curso que viene.
En Lugo, como cabía esperar,
menos estudiar, de todo. Y eso que contaba con tener tiempo para las prácticas
de Relaciones Internacionales, Historia y Teoría Sociológica Clásica. El jueves
por la mañana fuimos al mercado medieval, donde vi a la chica con la que había
ido en el bus. Nos reconocimos y nos saludamos. El jueves por la tarde quedé
con amigas y hablamos sobre los rumbos que tomaban nuestras vidas, cada una en
su dirección: Lugo, Santiago, Madrid. El
viernes fui a entrenar a atletismo (he de reconocer que lo echaba de menos) y,
el sábado, comida familiar y San Froilán con mis amigas. Es curioso como, año
tras año, las fiestas patronales de Lugo apenas cambian. Me cambio de instituto
y todo sigue igual, me voy a Canadá y nada cambia, me voy a estudiar a Madrid y
el San Froilán sigue como siempre, quizá más caluroso, pero sin perder su
esencia. Mi intención era de levantarme temprano el domingo para hacer todo lo
que no había hecho el fin de semana. El despertador sonó, lo apagué y volví a
quedarme dormida. Ya en la estación de autobús, vi a más gente de mi antigua
clase, por lo menos cuatro personas a las que había visto crecer a mi lado. Por
muy lejos que vaya, por muchos años que pasen, el pasado siempre acaba llamando
a tu puerta. Justo detrás de mi iba la chica que se había sentado a mi lado a
la ida. Su cara me resultaba tan familiar que me pregunté si la habría visto
antes o simplemente me habría acostumbrado a verla. Supongo que, si coincido
con ella en el futuro, la saludaré sin darme cuenta. A mi derecha, al otro lado
del pasillo, estaba un chico de mi instituto con el que solo coincidí en una asignatura
en 2º de bachillerato. No creo que me reconociera.
Apenas me da tiempo a hacer
mi parte del trabajo de Teoría Sociológica Clásica y Andreina, con quien
compartía texto a analizar, se ofreció a terminarlo, consciente de que yo me
pasaría el día en el autobús. Así lo hizo, pero también lo hubiera hecho
cualquiera de los otros cuatro miembros del grupo que no escogimos nosotros,
sino que nos repartieron por orden alfabético. Acostumbrada a preocuparme por
la parte de todos de cualquier trabajo en grupo, trabajando más que si fuera
individual, todavía me cuesta creer que en mi clase nadie (o al menos casi
nadie) intente escaquearse, todos se involucran para sacar el trabajo adelante.
Somos una clase que creo que merece la pena; hay tantas ganas de aprender,
tanto talento, tanta ilusión… Hoy me agrada porque todos cooperamos para
superar las distintas asignaturas, nos ayudamos en todo, nos apoyamos y nos
llevamos bien. Pero algún día tendremos que competir por matrículas de honor,
por puestos de trabajo, por becas… Me duele saber que es probable que el buen
rollo que hay hoy entre nosotros no dure para siempre. Pero, si el día de
ponernos la zancadilla llega, espero no olvidar los tiempos en que nos acogimos
unos a otros a pesar de nuestra procedencia, nuestra ideología, nuestra
personalidad… La minoría madrileña, la mayoría forastera, por razones distintas
todos acabamos en el mismo rebuscado doble grado, soñando con entender el mundo
para, algún día, quién sabe, ayudar a mejorarlo.
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