Tiranía de la mayoría
24/10/17
El primer torneo de debate
tenía el límite de cuatro plazas para cada colegio mayor, por lo que se iba a
hacer una selección. Sin embargo, teóricamente porque no tenía más tiempo, Miguel,
el gallego que organiza el debate en nuestro colegio, decidió convocarnos para
el sábado a las 10 de la mañana. Aquella inteligente decisión hizo que solo los
que de verdad tenían ganas de hacerlo se presentasen con resaca y tremenda
fuerza de voluntad. Bueno, ellos y lo que no habíamos salido la noche anterior.
Sin embargo, tan solo cuatro personas aparecimos por el salón de actos aquella
mañana. Cuatro interesados para cuatro plazas vacantes. Ojalá todo en la vida
fuese así de fácil…
¿Conseguiría una mayor
cohesión solucionar los problemas actuales de la Unión Europea? Le dimos vueltas
a la pregunta del torneo, nos posicionamos y tuvimos que defender la postura
contraria a nuestros ideales. Alberto, Daida, José Luis y yo, los dos primeros
bastante resacosos, debatimos sobre algún otro tema para practicar la
improvisación y, aunque nos parecía que lo habíamos hecho de pena, Miguel dijo
que teníamos algo de base, un buen punto desde el que empezar a trabajar.
En la asignatura de
Introducción al Derecho Público, tenemos que leer, por grupos, periódicos como
ABC, El País, El Mundo y La Razón. El otro día encontramos en El Mundo una
entrevista que nos indignó. El entrevistado, un profesor de Filosofía de la
Complutense, aseguraba que: “El destino del 80% de los alumnos de la Facultad
de Filosofía o de Políticas es estar allí para acabar la carrera y seguir
viviendo a costa de sus padres. Es una tragedia. Y esto crea un estado de
desequilibrio mental extremo.” El profesor en cuestión debía de tenerles poco
aprecio a sus alumnos para decir que el 80% de ellos sufren un desequilibrio
mental extremo. A saber qué le habrán hecho… Pero, más allá del insulto (que
también nos incumbe a nosotros), lo que nos llamaba la atención era el
porcentaje, un número. ¿De dónde lo habría sacado? Dispuestos a averiguarlo,
los más indignados de la clase enviaron un correo electrónico a El Mundo,
exigiendo conocer la fuente de dicha afirmación. Consultamos al profesor de
Derecho, quien nos dijo que, al ser una entrevista, la responsabilidad sobre lo
escrito no estaba en el periódico, sino en el propio entrevistado. Nos sugirió
que, para hacer más presión, podíamos ir a la Facultad de Filosofía y poner una
queja en su departamento, exigiendo saber la fuente de su afirmación o, de no
existir, que retirase lo dicho. Tendremos toda la inestabilidad mental que
quiera, pero orgullo no nos falta. Aunque en este caso es difícil decidir si
tan solo se trata de orgullo o estamos hablando de dignidad.
El viernes 27 me quedé sin
batería en el móvil y después de clase Elaia y yo nos quedamos a una mentoría.
A media tarde volvimos juntas de Somosaguas y fuimos hablando sobre actualidad,
es decir, sobre Cataluña. A Elaia le robaron el móvil hace un par de semanas,
por lo que tampoco tiene acceso a internet, y las dos debatimos inocentemente
sobre las banderas. Sobre las banderas que inundan Moncloa y las que Elaia está
harta de ver en su pueblo, San Sebastián de los Reyes. Sobre si son banderas a
favor o banderas en contra, banderas que unen o que dividen, si se quedarán
para siempre o si, una vez acabado todo esto, desaparecerán, devolviéndonos un
paisaje apolítico al menos en apariencia y que no vuelva a saber nada de
banderas hasta las próximas elecciones o el próximo mundial de fútbol que
ganemos. Elaia y yo estamos de acuerdo en que queremos que desaparezcan cuando
todo esto se calme pero, de hacerlo, se demostraría que eran banderas de odio,
banderas para expulsar a un enemigo. ¿A quién querrían echar esas banderas, a
los independentistas o a los catalanes? ¿Los que las cuelgan en sus balcones
conocen la diferencia? Si Madrid está así, cómo debe de estar Cataluña…
En el bus, escuché a alguien
decir algo así como: “Después de esto, supongo que suspenderán el partido…”. En
la papelería, dos chicos hablaban y uno de ellos dijo “¿Y el Gobierno? Creo que
va a haber Consejo de Ministros esta tarde.” En la calle, un chico sale de un
bar diciéndole a un grupo de chicas de fuera “¿Os habéis enterado? ¡Que se
marchan!” Ya en la residencia, un chico estaba sentado en uno de los bancos de
la entrada, viendo en el móvil un discurso del inconfundible Rajoy. Entré en mi
habitación, consciente de que había una noticia de actualidad esperándome nada
más entrase en internet. “Que no sea la DUI, que no sea la DUI”, pensé. Era la
DUI.
Elaia y yo habíamos estado
soñando con la cercana solución al conflicto, viviendo la utopía convencidas de
que un día nadie necesitaría envolverse en una bandera para sentirse completo.
Pensábamos que el mundo podía ser amable de vez en cuando, que Kant tenía un
poco de razón y quizá la paz perpetua sea posible. Soñábamos con una España
unida no a porrazos sino de la mano, que la amistad dentro de nuestras
imprescindibles particularidades era posible, y sin embargo, Cataluña ya se
había independizado.
Últimamente, la actualidad
es una cosa efímera, un flujo constante de información que caduca a la anterior
y la prensa de hace dos días ya no tiene casi nada de validez. El mundo avanza,
la actualidad caduca y la vida no para por nadie.
Cataluña se había
independizado. Primero me acordé de Sergi, el chico de mi clase que el día
anterior había dejado la carrera para irse a Medicina, porque le habían dado
plaza y era su primera opción. “Ese no es de fiar, que tiene nombre de catalán,”
había dicho el profesor de Derecho. Sergi no era catalán, era alicantino, pero
se había ido a estudiar a Barcelona. Después, me acordé de Cristina, la
extranjera de nuestra clase. Ahora sí que era estudiante de Erasmus, como había
dicho el día de la presentación, medio en broma, pero consciente de lo cercana
que podía estar esa realidad. Por el grupo de clase, bromeaban sobre cuándo la
deportarían; supongo que el humor es el único modo de aceptar la actualidad sin
deprimirse. Por último, me acordé de Juan, el barcelonés de mi instituto en
Canadá, y me pregunté cómo estará llevando todo esto en 2º de Bachillerato, una
tortura institucionalizada a la que se somete a los adolescentes año tras año.
¿Al final, todo irá bien? Cada
vez lo tengo menos claro…
3/11/17
La actualidad tiene fechas
de caducidad cada vez más cercanas a su fecha de impresión en los periódicos.
El de hoy anula al de ayer, que a su vez anula al del día anterior. Salvo las
pequeñas noticias que se cuelan en medio del ruido de sables en Cataluña, cosas
como que la Caja B del Partido Popular está “plenamente acreditada”, la salida de
prisión de Ignacio González o la preocupante ausencia de mujeres en las
instituciones tras las elecciones en Austria y Alemania. Pero lo que vende es
el turismo belga de unos líderes independentistas y la encarcelación de otros, los
insultos de un lado al otro del Congreso, el supuesto adoctrinamiento de niños desde
hace décadas y que somos tan tontos que nos había pasado desapercibido, y algún
que otro trending topic, como DUI y
155, que empiezan a volverse cansinos y hasta hace un par de meses casi nadie habría podido adivinar lo que significan.
El otro día encontré un trébol
de cuatro hojas y a Aina, Cristian y José Luis les pareció un tesoro, pues
nunca habían visto uno. Se lo regalé a Aina pero Jarama, viendo que aquella
hierba llamaba nuestra atención, se lo comió. Encontré otros tres en el mismo
sitio al día siguiente y se los regalé a Cristian y a Xia. Mallorca, Salamanca,
Jaén, Córdoba… ¿Cómo era posible que aquella gente nunca hubiese tenido un
trébol de cuatro hojas entre sus manos? Vale que vienen de zonas menos verdes
que Galicia, pero aun así…
En clase de oratoria,
tuvimos un debate sobre cuál era la mejor zona de España para visitar. Nos
dividimos en tres equipos: los del norte, los del centro y los del sur. Nuestro
grupo, formado por tres gallegas, un riojano y un cántabro, creó un itinerario
de viaje centrado sobre todo en el noroeste, muy a pesar de David, de La Rioja.
Marta, María y yo, las gallegas, ejercimos un poco de tiranía de la mayoría,
dejándole sin voz cuando se puso pesado. Rubén, el cántabro, se adaptó a las
circunstancias y añadió lo que pudo a nuestro plan de viaje a Galicia. Durante
el debate, todos los equipos nos limitamos a dar argumentos basura criticando
el resto de zonas en vez de defendiendo la nuestra. Los del sur insistían en el
frío y la lluvia del norte, en quién se querría acercar a nosotros con tan mal
tiempo. Nosotros les achacamos que su región solo tenía sol y playa, nada de
cultura, ante lo cual los del centro nos recordaron que las ciudades Patrimonio
de la Humanidad las tenían ellos. Pero para qué ir al centro si todo son aburridas
llanuras, nada que ver con el hermoso paisaje del norte. Así nos pasamos
debatiendo ni sé cuánto. Acabamos todos un poco enfadados, frustrados o
indignados. David, a modo de venganza por tener que defender Galicia, habló de
las grandes personalidades que nos había dado el norte, gente como Fraga,
Franco y Rajoy. Los canarios se hartaron de que algunos dijesen que eran parte
de África. Y un castellano-manchego lo pasó mal criticando el norte, su región
favorita. “Me encanta el norte, la comida del norte, el paisaje del norte… ¡Si
siempre voy allí de vacaciones!” dijo una vez finalizado el debate.
Preparando el torneo de
debate sobre la Unión Europea, nos recordaron que nuestra posición (a favor o
en contra) se decidirá un minuto antes de empezar el debate, por lo que ningún
equipo tiene la culpa de defender lo que le toque y no debemos tomárnoslo como
algo personal. Julio, el castellano-manchego frustrado por tener que atacar una
región que le encanta, era el ejemplo de ello. La mayoría de nosotros podíamos
creernos nuestra posición; al fin y al cabo, a quién no le gusta defender sus
orígenes. Pero nadie tiene la culpa ni se ha ganado de ningún modo el haber
nacido en el norte, el centro, o el sur. Ni de haber nacido en este u otro país. Por mucho que los nacionalismos nos hagan creer que las naciones tienen derechos, las banderas no deberían tapar delitos ni esconder miserias; no pueden situarse por encima de todo como un supuesto bien superior, ni hacernos olvidar que, detrás de ellas, hay personas.
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