La vida son contextos


12/12/17




Muy a mi pesar, llegó el último día del curso de oratoria. Echaré de menos las improvisaciones sobre temas aleatorios, las historias construidas entre varios, las dinámicas sin instrucciones, los análisis del lenguaje no verbal (sobre todo el de Rajoy, qué risas…). ¿Lo bueno, si breve, dos veces bueno? Quizá. Ya empezaba a echar de menos esas cuatro horas semanales para estudiar.

Para la última clase, teníamos que preparar un discurso, y los resultados fueron muy variables.

María, la chica de Vigo, preparó uno sobre Paulo Coelho, en torno a la optimista ilusión de que si quieres, puedes; pero también alrededor de la interesante idea de que el miedo nos bloquea. Nada más oír el nombre de Paulo Coelho, Julio se presentó voluntario para leer su discurso, curiosamente centrado en el mismo escritor, aunque desde una perspectiva muy diferente. “A la mierda el pensamiento positivo, nos hace desestimar las malas noticias” vino a decir, en resumidas cuentas.

Leyre hizo un bonito discurso sobre la consecución del voto femenino y cómo muchas mujeres tuvieron que dar hasta sus vidas por lograrlo. Fijándome en sus gestos y entonación, me fijé en que lo hacía infinitamente mejor que a principio del curso, además de que claramente le interesaba el tema.

David habló sobre la responsabilidad de la negligencia humana sobre la desaparición de especies animales. Julián plagió gran parte de su discurso del libro Las ventajas de ser un marginado (“Soy infinito” ¿En serio, Julián, en serio?). De lo del resto de la gente apenas me acuerdo.

Yo hablé sobre el (sin)sentido de las banderas… Espero que no me odien por ello. Antes de empezar, pregunté si la bandera del Nebrija se podía mover de detrás de la mesa, para utilizarla para mi exordio. La cogí; pesaba menos de lo que creía.

-Cuidado, que es nuestra bandera -dijo Alberto, sonriente.

-Qué orgullo, ¿no? -respondí. El pobre Alberto no podía sospechar el discurso que se le venía encima.

Creo que ya he hablado suficiente sobre el tema en este blog. Sería ridículo transcribir mi discurso porque no creo que hubiera ninguna idea que no haya mencionado aquí todavía. Uno puede imaginarse fácilmente por dónde iban los tiros.

Al terminar los discursos, Pablo dio el suyo, en cierto modo. Más o menos, decía algo así:

“La vida son contextos. Mientras el hombre pisaba por primera vez la Luna, una mujer le preparaba la comida a su marido. Mientras en un Parlamento se aprobaba el voto femenino, una mujer preparaba la comida a su marido. Mientras nosotros damos esta clase, una mujer le está preparando la comida a su marido.

Antes de empezar la clase, cerramos la puerta porque a la gente de fuera y los que están en frente en la biblioteca esto les parece algo raro. No todo el mundo tiene clase de nueve y media a once y media de la noche. Mientras vuestros compañeros charlan en el antebar, vosotros venís a clase, en otro contexto. Al mismo tiempo que alguna gente cambia la historia, otros hacen pequeñas cosas. Espero que, si sacáis algo de este curso, sea la importancia de los contextos.”

Nos había hablado en otras ocasiones de cómo un mismo discurso se debe adaptar al público. Ahí reside la mayor diferencia entre la oratoria y el teatro: una obra de teatro es exactamente igual en cualquier lugar y ante el público que sea, mientras que un discurso debe adaptarse a la audiencia, al contexto.

Al día siguiente, Leyre estaba algo triste de que el curso de oratoria se hubiese terminado. Yo también lo estaba, aunque no tanto como después del torneo de debate. Como dije antes, empezaba a echar de menos el tiempo libre.

Aquella noche, tuve la discusión más ridícula con David, quien negaba la existencia del mar Cantábrico. Al día siguiente, David hablaba sobre las bacterias del cuerpo humano y alguien dijo, ante la perspectiva de vivir rodeados de bacterias:

-Vivo con miedo.

-¿De qué tienes miedo? -le preguntó David.

-¡Del Cantábrico! -exclamó Aina con tono burlón.

-¿Y no te da más miedo que estemos gobernados por bacterias? -insistió el biólogo.

-Bueno, en el Cantábrico hay bacterias, así que…

En vez de escucharlos, yo estaba pensando en la distinción que hace Tocqueville entre libertad e igualdad, que no van a la par, y cómo las clases históricamente oprimidas luchan por la igualdad a toda costa, incluso a costa de la libertad. La noche anterior, Julio había dicho que, para él, aquella perspectiva establecía igualdad como sinónimo de equidad, cuando aquello por lo que siempre se ha luchado es igualdad ante la ley, de derechos y deberes…

-¿Creéis que vivimos en libertad? -pregunté.

-No -dijo Aina-. Vivimos gobernados por bacterias.



Llegó el primer examen del curso: el parcial de Teoría Sociológica Clásica. Todo el mundo estaba nervioso, y los que no lo estábamos, nos sentíamos presionados por la mayoría. Antes del examen, Anxo dijo:

-Chicos, tranquilidad. ¡Nacimos para esto!

No sé si nacimos para hacer exámenes. Pero desde luego nos criaron para ello.



Aquella noche fuimos a jugar al futbolín y, en mitad de la partida, una veterana vino a echarnos. Ella estaba en el antebar y, al oírnos, vino a decirnos que no podíamos jugar por no haber pagado la cuota de la asociación de colegiales, una cuota voluntaria de 80 euros que va destinada casi íntegramente al alcohol que consumen en las fiestas y de la que, hace dos años, sobró algo e dinero con el que se compró el futbolín. Nos marchamos a regañadientes y estuvimos tentados de volver a hablar con ella, pero nos faltó valor. Al día siguiente, Leyre habló con Alberto, el representante de los colegiales de nuevo ingreso, sobre la posibilidad de pagar tan solo la fracción de la cuota destinada al futbolín, y Alberto dijo no saberlo y prometió consultarlo con los otros miembros del consejo. Nos encontramos en la biblioteca y me dijo que la cuota era indivisible. Discutí con él durante más de media hora, intentándole hacer ver el escaso sentido que tenía hacernos pagar una cuota que no vamos a aprovechar tan solo por utilizar un maldito futbolín de vez en cuando. Él insistió en lo que le habían dicho, recalcando que no tiene ningún poder, y yo le repliqué que menos poder teníamos nosotros. Si era nuestro representante era para velar por nuestros intereses y no para limitarse a decirnos que las injusticias no se pueden cambiar. Quizá fui demasiado dura con él, que al fin y al cabo no tenía la culpa, pero en la pirámide del poder, Alberto es la única persona dispuesta a escucharnos. Volví a mi habitación, bastante indignada, y le escribí un mensaje (con exordio incluido) defendiendo nuestra posición y, al recordar que al día siguiente había una asamblea extraordinaria, diciéndole que sacaría el tema para debatirlo. Él, supongo que harto de mí, dijo que era libre de hacer lo que considerase oportuno.

Primero conciencié a los otros siniestros de por qué debíamos actuar ante algo que claramente considerábamos injusto. Insistí en que si nos quedamos de brazos cruzados ante las pequeñas injusticias, también lo haremos ante las grandes. Según Collins, un sociólogo contemporáneo, en un enfrentamiento con dos bandos más o menos igual de fuertes no suele haber violencia, pero si una parte es más fuerte y la otra no se defiende, se ataca brutalmente al débil. No podemos dejar que nos machaquen por no seguir su sistema.

No solo caló mi mensaje. Por la mañana, Leyre ya había declarado su apoyo a mi propuesta e intentaba convencer a los demás. Algunos, como Cristian y Andrés, nos apoyaban pero se negaban a hacer nada. Aina se ofreció a ayudarnos si lo necesitábamos. Julio estaba dispuesto a discutir con quien hiciera falta, y José Luis era escéptico son el planteamiento. Para este último, si teníamos razón deberíamos ser capaces de convencer a los otros, que no nos tienen manía por ser siniestros, y el diálogo asambleario es la solución a cualquier problema. Para mí, sin embargo, pedir la opinión a gente que no tiene nada que ver en el asunto es meternos en un terreno donde la presión del grupo pesa más que la objetividad, y el “espíritu” de un colegio mayor se basa precisamente en la homogeneidad de los colegiales, en una especie de patriotismo que excluye al que no pertenece, bien porque sea de otro colegio mayor, bien porque piense diferente. Tras consultarlo con Carlos, el subdirector, y dejándome guiar por su criterio, propuse plantear en la asamblea una reunión donde abordar el tema, no debatirlo allí mismo, con más de cien personas dispuestas a enzarzarse en una discusión. A José Luis le parecía ridículo enfocarlo como un debate que ganar, dirigido a los que de verdad tienen poder de decisión y no al resto de la gente, pero a mí también me parece idealista esperar que nuestra palabra, la de los siniestros, pueda estar por encima de la de sus idolatrados líderes. Leyre defendía una postura similar a la mía, basada en la proposición del diálogo con aquellos que mueven los hilos, pero Julio iba más allá, desconfiando de la estrategia diplomática y dispuesto a defender nuestra postura más allá del debate. Si no fuera por la tranquilidad que Leyre le contagia, Julio ya se habría metido en más de un lío.

Aquella noche, en la cena, llegué un poco más tarde; muchos ya habían terminado. Me senté en la segunda mesa ocupada por siniestros. Nada más dejar la bandeja, Leyre, Julio y José Luis, que estaban sentados en la otra, se levantaron y se sentaron enfrente y a mi lado. Los tres me miraban, como esperando órdenes.

-¿Qué hacemos? -preguntó Julio a mi lado, con los codos sobre la mesa en actitud de escucha. Leyre me miraba del mismo modo, enfrente. José Luis parecía algo más distanciado, al lado de Leyre.

Iba a explicarles lo que había pensado, pero me invadió una profunda duda. ¿En qué momento me había convertido en su líder? Esperaban instrucciones de mí. Órdenes. Querían que les dijese qué hacer. No pude evitar sentir una terrrible tentación de ponerlos a prueba, buscar hasta dónde estarían dispuestos a seguirme… Pensé en sus principios, en aquello en lo que creían. ¿Cuánto de ello estarían dispuestos a dejar de lado por algo tan insignificante como un futbolín? El día que los conocí, Julio y Leyre estaban debatiendo hasta qué punto en España vivimos en democracia, y apenas dos meses después habían aceptado seguir mi liderazgo sin haberme escogido, quizá hasta sin estar de acuerdo con mis ideas. ¿Es eso no tener principios, o tan solo se adaptaban a las circunstancias? Sin un líder, nuestra oposición sería caótica y desorganizada. ¿El fin justifica los medios?

-No sé, lo que queráis. Yo ya he dicho mi opinión, pero estoy abierta a otras propuestas.

Algo en el ambiente se rompió. Los tres dudaron. José Luis fue el primero en apoyarse en el respaldo de la silla y reflexionar, y desde entonces apenas dijo nada más. Hablamos los otros tres un poco, pero acabé siendo yo la que aportaba la mayoría de las ideas, ampliando mi punto de vista, explicando lo que había discutido con Alberto y lo que había hablado con Carlos. Por nuestra actitud, parecíamos una especie de consejo de guerra, estableciendo objetivos, precauciones, vías de salida rápida… Juntos parecíamos capaces de cualquier cosa, lo cual me emocionó pero también me hizo dudar bastante. El objetivo se había convertido en algo secundario, y lo que queríamos tan solo era plantar cara al otro bando. El futbolín nos importaba, pero también era la excusa perfecta para hacernos oír.

Llegó la asamblea y se trató un tema central: los robos. Al parecer, a lo largo del curso se han sucedido una oleada de robos en las habitaciones, pero también de cosas tan ridículas como las revistas del antebar y las pilas del reloj del comedor. Ni que robar fuera adictivo. Nos recomendaron medidas como repartir el dinero que tenemos en la habitación, escondiéndolo para dificultar el robo. Me pareció una forma de culpabilizar a las víctimas por confiar en que nadie va a entrar en su habitación, lo cual debería estar garantizado.

Durante la ronda de ruegos y preguntas, levanté la mano, pero José Luis se me adelantó y le dieron la palabra a él primero. Sabía que iba a hacerlo, pero deseé que hablase de otra cosa, no del futbolín. El trato de temas delicados con diplomacia no es el punto fuerte de José Luis, siempre tan directo. Así pues, dijo:

-Anoche fuimos a jugar al futbolín Abdul, Leyre, Sonsoles, Andrés y yo. Vinieron a decirnos que no podíamos jugar, y yo quiero saber por qué.

Las reacciones no tardaron ni un segundo en llegar. Ante una pregunta aparentemente sin malas intenciones (y, de conocer a José Luis, sabrían que él solo quiere dialogar), se montó una escena de caos. La gente nos gritaba, Leyre y Julio contestaban (con mucho acierto, la verdad) y Carlos intentaba recuperar el control de la situación. Si me hubiera dejado hablar a mí antes, habría reformulado la pregunta de modo que nadie se ofendería y solo aquellos que de verdad tuviesen competencias querrían responder…

-A ver, por favor… Estuve hablando con Sonsoles, y le planteé lo que creo que es la mejor opción. En vez de discutir esto ahora, podíamos debatirlo en una reunión con representantes del consejo de colegiales y las personas que tenéis este problema.

Se hizo el silencio. Para evitar que volviera el caos, e intentando encauzar el problema por esa vía, levanté la mano y dije:

-A nosotros nos parece bien, y nos gustaría tener esa reunión la semana que viene para no dejarla para después de Navidad.

Algunos murmullos, la mayoría hablando mal de mí, sonaron al otro lado del salón de actos.

Carlos planteó la reunión para el lunes. Los del consejo de colegiales, claramente cabreados, querían quedarse para hablarlo ya, pero nosotros dijimos tener exámenes al día siguiente para irnos y no tener que hablar con gente malhumorada. El lunes, pensé, vendrán más tranquilos.

Los días previos al lunes fueron bastante tensos. Nos mirábamos mal, obviamente no nos hablábamos (aunque eso tampoco lo hacíamos antes), y temí haber creado un conflicto antes inexistente por una tontería. Llegó el lunes y a la reunión fuimos cuatro representantes de cada bando. José Luis planteó alguna pregunta, Leyre y Julio hablaron de vez en cuando, pero quien de verdad debatió fui yo. Les solté todos nuestros argumentos, y ellos se escudaron sencillamente en que, si dividían la cuota, más gente querría pagar menos porque no todo el mundo se beneficia de todo. Les recordé que casi todo el dinero se invierte íntegramente en alcohol, y ellos dijeron que alguna gente no bebía y pagaba la cuota igualmente “por amor al arte”.

-Lo siento mucho, pero nosotros no estamos dispuestos a pagar 80 euros para que os los bebáis -concluí. Si tuvieran conocimientos mínimos de economía y una cabeza menos dura, hubieran aceptado y habríamos pactado una cuota reducida para utilizar los recursos de la asociación de colegiales cuyo uso no supone ningún gasto adicional para esta (básicamente el futbolín y los juegos de mesa). Pero demonizar al resto de colegiales es más sencillo, decir que “ellos no lo aprobarían”. Estoy segura de que si los colegiales pudieran decidirlo mediante voto secreto, verían que nuestra propuesta tiene sentido y votarían a favor.

No conseguimos nuestro objetivo, pero tampoco nos dejamos pisar sin quejarnos. Protestamos, hablamos y debatimos, aunque fuera para perder. Es un poco frustrante, más que nada porque sabíamos que no íbamos a conseguirlo. Como en la película de Desaparecido, el individuo contra el Estado no tiene nada que hacer. Cuando una injusticia está institucionalizada, se convierte en algo justificable.

Curiosamente, sin embargo, no solo desapareció la tensión entre “ellos” y “nosotros”. Muchos veteranos nos empezaron a saludar y hablar por los pasillos, miembros del consejo que nunca me habían dirigido la palabra. ¿Querrán tenernos contentos para que no protestemos tanto? ¿O la tensión entre dos grupos igual de capaces hace la violencia innecesaria, como decía Collins? Alberto nos ofreció de nuevo apuntarnos a la cena de Navidad, que aunque la lista estaba cerrada, podían conseguir meternos. Aceptamos, dispuestos a reconciliarnos con gente con la que, para lo bueno y para lo malo, tendremos que convivir lo que queda de curso.


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