Seguridad a prueba de minusválidos



Dicen que es verano, y en televisión española advierten de las altas temperaturas. En Galicia no soltamos el paraguas más de dos días seguidos. A pocos días del día de Santiago, las calles de Lugo lucen estreleiras y carteles que presumen de una patria más pequeña y animan a construir república. Me da pena, porque en Madrid también hay muchos que quieren construir república, pero no por separado. Ojalá estos nacionalistas entendieran que el enemigo no es el Estado español, ni mucho menos el resto de españoles. Que somos muchos los que queremos construir república, pero no para separarnos, sino para sentirnos más cerca.

La lluvia no cesa, la acera y la carretera están muy mojadas. Antes de cruzar por un paso de peatones, espero a que pase una moto. El motorista está claramente intentando frenar, pero resbala y cae de la moto a escasos centímetros de la rueda de un camión que pasa. Delante de mí, una mujer vestida de Desigual ni siquiera repara en el motorista y camina con prisa bajo su paraguas; una estampa veraniega escondida en el paraguas que corre sin reparar en lo que ocurre a su alrededor. Todavía no he cruzado la carretera cuando el motorista se levanta y se incorpora al incesante tráfico.

Desde el verano pasado, tengo la sensación de que ha crecido el nacionalismo español, pero también el gallego. Las próximas elecciones confirmarán o desmentirán mis sospechas. Ignoro si mis apreciaciones son realistas y este aumento de nacionalismos es consecuencia de la situación política en Cataluña que, aunque en apariencia más relajada que con el anterior gobierno, probablemente nos dé varios titulares más. Quizá ese nacionalismo que creo apreciar en un Madrid todavía muy teñido de rojigualda o en un Lugo bastante empapelado de estreleiras no sea más que una situación que ya existía el verano pasado, pero en el que no había reparado por no prestar la suficiente atención.

No me gustan los nacionalismos, creo que lo he dejado bastante claro, pero no puedo evitar reconocer que me agrada que esta pequeña ciudad de Lugo todavía sea capaz de sorprenderme. Además, puedo entender, aunque no compartir, sus reivindicaciones. Y no hablo de las estreleiras, precisamente.





Me enteré por casualidad de la presentación de un libro el la antigua cárcel, Alentos e desalentos dun de tantos, de Xesús Redondo Abuín. Llegué puntual y el salón de actos todavía estaba cerrado.

-Los de sonido están ultimando los detalles -dijo un chico claramente de organización.

Una señora mayor y un chico joven llegaron justo después de mí. Abrieron las puertas del casi claustrofóbico salón de actos y poco a poco entraron algunos más, la mayoría parte de la organización. No tardé en darme cuenta de que era la asistente más joven, salvo una niña pequeña que contaba los asientos.

-Manuela, no vayas hasta arriba del todo -le advertía su madre, que formaba parte de la organización.

Los fotógrafos se colocaban delante de los ponentes, tapándonos la vista a los escasos espectadores. Empezaron con algo más de 15 minutos de retraso.

El prologuista dijo que ese libro no será un bestseller. Que optamos por la amnesia voluntaria, preferimos entretenimientos alientantes. Casi sonaba a bronca generacional a los jóvenes que no tenemos una dictadura contra la que luchar y, la verdad, no estoy de acuerdo. Anguita también hace mucho eso, culpabilizar al pueblo, insistir en que tenemos los gobernantes que nos merecemos. Si bien es cierto que el neoliberalismo es experto en que nos autoexplotemos, las realidades políticas se construyen, no vienen dadas. Es absurdo culpar al pueblo de no luchar por sus derechos si ignoran por qué luchar. No existen verdades absolutas que sea nuestra culpa ignorar. O al menos, eso creo.


En el aeropuerto De Santiago, un bebé hijo de un inglés y una española no para de llorar. Lo consiguen calmar antes de montar en el avión, pero en mitad del vuelo vuelve a dar la brasa. Durante el despegue, intento averiguar si la población infantil del avión es tanta como parece o simplemente los tres hermanos que tengo detrás
son terriblemente ruidosos.

-Ya verás, el despegue es lo mejor, es como una montaña rusa -dice la madre a la niña más pequeña, que no deja de mirar por la ventana.

-Las casas parecen de juguete -exclama la niña cuando alcanzamos bastantes metros de altitud.

Los niños del avión hacían imposible leer, por lo que me limité a escuchar música durante las escasas dos horas de vuelo. Tres filas delante de mí, en diagonal, mi profesor de gimnasia de primaria. Lo había visto en el aeropuerto, pero no sospechaba que pudiera coger el mismo vuelo que yo.

Sobrevolamos el Atlántico. Cuando volé a Múnich, el verano pasado, no volamos sobre el océano, sino sobre la tierra, cruzando los Pirineos y los Alpes. Estando ambas ciudades relativamente cerca, me pregunto qué criterio seguirán para elegir uno u otro camino.

A mi lado, una familia de aspecto asiático, quizá japoneses, revisaban los cuadernos de dibujo que el padre había hecho. En una de las primeras páginas, se mostraba un mapa del recorrido que habían hecho en su viaje: desde el sur de Francia hasta Santiago. El Camino de Santiago. El padre había dibujado paisajes que la madre y la hija reconocían al verlos, y pese a no haberle dirigido la palabra en todo el vuelo, me sentí tentada de felicitarle por su increíble talento. Me lo imaginé sentado frente a la catedral de Santiago, retratándola él mismo a color, mientras el resto de turistas se limitan a sacar fotos. Los dibujos eran increíblemente realistas, y preciosos, retratando los rincones más bonitos del norte peninsular.

-¡Mirad, la Torre Eiffel, allí al fondo! -exclama el mayor de los tres niños.

-Que aterrice, que aterrice -canta la niña pequeña-. Que levante la mano quien quiere que aterrice.

No lo veo, pero imagino que los tres hermanos levantan la mano.



Una vez en tierra francesa y con mi amiga parisina, después de haber escuchado sobre las huelgas masivas de Francia, presté mucha atención a los carteles que veía por la calle. A decir verdad, la mayor parte de los carteles no eran contra Macron, sino contra la Unión Europea.

Macron = Dettes (Macron = Deudas)
Anti-global
Pro-local
Monarchie federative

Macron, la France n'est pas a vendre (Macron, Francia no se vende)

Aunque fui incapaz de sacar mucho en claro de mi amiga, sí que saqué mis propias conclusiones. Una pequeña reflexión sobre la seguridad y las verdaderas amenazas

El segundo día juntas visitamos la iglesia Montmartre. El camino hasta allí, teniendo en cuenta que caminábamos sobre cinco pares de pies y una silla de ruedas, no fue nada fácil. Pero, para ser honesta, moverse por París (y supongo que también por el resto del mundo) es una auténtica carrera de obstáculos para una persona de movilidad reducida. Y una vez en la iglesia, no nos lo pusieron nada fácil.

La chica parisina fue a preguntar si había rampa, ascensor o, en definitiva, alguna alternativa al medio centenar de escaleras que nos esperaban para entrar. Los dos guardias de la puerta, ocupados revisando algunas mochilas, nos informaron de que el ascensor estaba estropeado.

Con todos los ascensores estropeados que nos hemos encontrado en París, podríamos construir un rascacielos que dejaría pequeña a la Torre Eiffel.

Esperamos y esperamos a que uno de los guardias dejase momentáneamente su importantísimo papel abriendo las mochilas que más rabia le daban para ayudarnos, después de lo cual nos envió a las demás al final de la cola, una fila que se había formado literalmente mientras esperábamos a que nos ayudase, alegando que «no nos podíamos colar». La chica en silla de ruedas tuvo que esperarnos un rato arriba.

Una vez dentro, nos topamos con varios escalones individuales, algo típico de las iglesias, que conseguíamos superar sin grandes dificultades, a pesar de lo sencillo y barato que resultaría poner una rampa a un lado. El verdadero problema vino en la salida.

Todo lo que sube, baja, y en la salida no había guardias de seguridad mandando callar ni abriendo bolsos, y dado que ningún turista parecía muy dispuesto a ayudarnos, tuvimos que bajar nosotras la silla, con su respectiva persona encima, y bajo el riesgo de caer todas escaleras abajo. El constante flujo de turistas y las cintas de seguridad nos impedían acceder a los guardias de arriba, los que pedían silencio, a pesar de lo cerca que estaban. Estoy bastante segura de que, si hubiéramos intentado cruzar para llamar su atención y pedirles ayuda, nos habrían echado por salirnos de su ruta establecida antes de siquiera escucharnos.

Poco a poco fuimos bajando. Cuando nos faltaban unas cinco escaleras, el guardia del principio nos preguntó, desde la distancia y mirándonos con mala cara, si necesitábamos ayuda.

Ya no. Ahora que lo hemos conseguido nosotras solas y jugándonos el tipo, ya no.

Aparte de la deficiencia de las instalaciones para las personas de movilidad reducida, lo que más me preocupa de aquella gente (tanto los guardias como los turistas que nos miraban por encima del hombro) es esa especie de superioridad con la que nos trataban.  

Estaban convirtiendo aquello en nuestra responsabilidad. Como si fuera una cosa nuestra subir y bajar por los medios disponibles. Como si la chica de la silla de ruedas tuviera de algún modo la culpa de algo y tuviera que buscarse la vida en un mundo que pide a los peces trepar árboles. Como si ser su amiga implicase rechazar subir a monumentos sin ascensor o rampa y, de hacerlo, jugárnosla subiéndola nosotras a pulso. Nuestra culpa y nuestra responsabilidad.

Esto habría quedado en una mera anécdota sobre la escasez de recursos, pero el problema va más allá, porque había recursos. Había, como mínimo, tres guardias en la parte de abajo de las escaleras y cuatro en la puerta de la iglesia mandando callar.

Lo cual me lleva a pensar en su trabajo, el de guardias de seguridad.

¿Seguridad es abrir las mochilas de los turistas para ver que no llevan, no sé, una bomba, porque un cuchillo podría pasar perfectamente desapercibido? ¿Seguridad es separar a un grupo porque una de las personas es de movilidad reducida y las demás no? ¿Seguridad es tener a cuatro personas cuyo único trabajo es pedir silencio en la puerta para evitar, yo qué sé, la ira de un dios ofendido porque tengamos voz? ¿Seguridad es dejar que dos adolescentes bajen a una persona en silla de ruedas durante el medio centenar de escaleras bajo la atenta mirada de decenas de turistas que parecen no haber visto una silla de ruedas en su vida y, obviamente, ni se les pasa por la cabeza ayudar?

La probabilidad real de un atentado terrorista en aquella iglesia era casi nula. La probabilidad de que nosotras tuvieramos algún accidente bajando la silla de ruedas era tan alta que todavía me sorprende que no nos ocurriera allí ni en la decena de veces que tuvimos que hacer exactamente lo mismo para subir al autobús, cruzar la carretera, bajar al metro y entrar en todo tipo de edificios y monumentos. Pero los ascensores siguen eternamente estropeados y es más importante abrir mochilas aleatorias y pedir silencio a coro que evitar una caída probable y peligrosa.

Entiendo que Francia ha sufrido bastantes atentados terroristas en los últimos años. Entiendo que implementen medidas de seguridad más restrictivas. Algunas me parecen absurdas, como registrar las mochilas en las entradas de los centros comerciales, pues en París hay tanta gente dentro como fuera de ellos, y no van a poner controles por la calle. Aunque visto lo visto, tampoco sería de extrañar que acabasen haciéndolo.  

Las amenazas se construyen. Se construyen en los discursos políticos xenófobos que culpan a los refugiados de la austeridad que imponen hombres trajeados. En los dirigentes que nos convencen de que el terrorismo puede acabar con la democracia y para, según dicen, luchar contra él, promulgan leyes mordaza muy poco democráticas y que más que acabar con el terrorismo acaban con la libertad. Las amenazas se construyen describiendo al «otro» enemigo, que puede ser de etnia, religión, género, orientación sexual... Y muchas veces las amenazas se construyen contra el propio sentido común.


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