La vida son dos días

A finales de septiembre tuvo lugar en Vallecas la fiesta del PCE, bajo el lema La vida son dos días… la fiesta del PCE, tres. Allí tuvo lugar el último concierto de Riot Propaganda, al que no dudé en ir.





También Ahed Tamimi, símbolo de la resistencia palestina, estuvo en un acto multitudinario en el mismo escenario que el grupo, el más grande, llamado Escenario Trece Rosas. “Donde existe la opresión, esa es mi patria”, dijo su padre.



Las hojas de los árboles se fueron tornando amarillas poco a poco, día tras día. Por mi ventana, contemplaba las ramas cada vez más desnudas bailar con el viento, bajo la lluvia y en las cada vez más frías noches de octubre. No podía dejar de pensar que el año pasado, a estas alturas del curso, todavía iba a clase en pantalones cortos. Un profesor se burlaba de la expresión tan recurrida en la literatura fría noche de octubre, alegando que estas ya no existen. No se acabó el mes antes de poder ver desde el bus a Somosaguas la sierra nevada en la distancia.

Ciudad Universitaria también cambiaba de color al ritmo del otoño. Los universitarios poco a poco sacaban los abrigos y las bufandas del armario, añadían capas de tela a su vestimenta, y aceptaban que las horas libres al sol fuera de la facultad tendrían que moverse a la cafetería.

Tres chicas hablaban frente a la biblioteca María Zambrano.

-Y entonces nos dijo: “¿Vosotros pretendéis sacaros un máster?”. Y es que era para contestarle “¿Y tú vas a ser nuestro profesor?”.

Las otras dos chicas le dieron la razón, indignadas.

Al volver al Nebrija de noche, a la hora de la cena, un grupo bastante numeroso de personas en silencio y escondidos en la oscuridad, frente a la entrada, me dieron un buen susto.

-Paso firme, serios, y mentalizaros para lo que pueda venir.

Genial, novatadas. Apenas quedaba una semana para que terminasen, pero la intensidad no disminuía; de hecho, las peores novatadas son las de los últimos días.

Pasar a su lado daba miedo, pero seguro que los nuevos tenían más miedo. “¡Hay alternativas!” daba ganas de gritar al pasar a su lado. Mirarles a los ojos y preguntarles si están bien, porque estoy segura de que la mayoría no lo están.





En el día de la Bienvenida Complutense, un acto que organiza la universidad para presentar las asociaciones, las de Amnistía Internacional pusimos una mesa de información. Delante de nuestro puesto amarillo, se puso otra asociación estudiantil: Estudiantes en Lucha. Con sus banderas republicanas y sus apelativos a la acción directa, la gente que se acercaba a nosotras, atraídos por el llamativo logro de la vela encendida, pero en seguida nos abandonaban por la asociación de enfrente. La verdad, a mí también me hubiera llamado más la atención el puesto tricolor; la aparente lucha contra el sistema de quien dice no venderse a otros intereses, de quien dice ser pequeño pero independiente, de quien asegura que tan solo reivindica aquello en lo que cree… llama bastante la atención. En cambio, una pequeña delegación de una asociación mundial como es Amnistía Internacional parece no tener relevancia. Como si nuestra voz se silenciase frente a la supuestamente enorme máquina burocrática sobre nuestras cabezas. Como si tras el logo nuestras ideas no importasen para nada.

Sin embargo, creo que es exactamente lo contrario. Amnistía Internacional empezó siendo tan pequeño como las organizaciones universitarias de la UCM que no tienen delegaciones en otras universidades. Funciona de forma democrática, basándose en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en las decisiones tomadas de forma asamblearia a nivel regional, nacional y mundial. Nuestra pequeña delegación universitaria forma parte de un movimiento más grande y eficaz. Como me dijo un socio de Amnistía, por muy atractivo que suene pertenecer al grupo antifa de la facultad, cuando hay un desahucio todo el mundo llama a Amnistía Internacional porque saben que es quien tendrá repercusión real, quien puede presionar y cambiar las cosas.

A pesar de la competencia, conseguimos apuntar más de cien correos electrónicos, todo un éxito. En un momento que no había apenas gente, un chico de Estudiantes en Lucha vino a hablar con nosotras. Debatimos sobre la supuesta jerarquización de las organizaciones internacionales y la efectividad y representatividad de ambos modelos, el local y el internacional. Bastaba escuchar sus reivindicaciones para darse cuenta de que estábamos de acuerdo en casi todos los fines, pero no en los medios. Que queríamos cambiar el mundo en la misma dirección, siguiendo valores similares, pero no estábamos de acuerdo en cómo llevar a cambio ese cambio. Acuerdo en el qué, desacuerdo en el cómo.

El día de la primera reunión del año, a pesar del centenar de correos que habíamos apuntado, vinieron literalmente dos personas, y tan solo una de ellas se había apuntado en la lista. La otra, venía de acompañante. Durante las siguientes reuniones, vinieron algunas personas más, y el boca a boca se acabó haciendo más eficaz que la lista de correos. Se unieron unas cuantas personas, pero lo más probable es que acabe pasando como el año pasado: de la veintena que empezamos el curso, tan solo lo terminamos cuatro.

¿Es algo malo que perdamos a la gente que no está del todo interesada? Si supiéramos establecer procesos de socialización del mismo estilo que las novatadas, salvando por supuesto las distancias, probablemente lograríamos una mayor afiliación. Hacer reuniones para conocernos a principio de curso, actividades lúdicas los primeros meses antes de empezar con lo menos divertido de defender los derechos humanos, alguna excursión simplemente por hacer grupo… Sería útil para hacer que la gente se quedase una vez entran en el grupo. Por el otro lado, más en el sentido de las novatadas, podríamos hacer que todos los y las nuevas activistas hiciesen el curso de Introducción a las derechos humanos nada más llegar y no a lo largo del primer año, como venimos haciendo. De este modo, tras invertir horas haciendo un curso online, tirar ese tiempo por la borda dejando el grupo no suena tan atractivo.

Pero me niego a utilizar la psicología social para mantener a la gente interesada en la defensa de los derechos humanos. Es una decisión personal que se debe tomar sin inferencia externa, sin que la relativa presión de grupo, por reducida que sea, afecte. Yo misma me planteo cada año, varias veces al año, qué estoy haciendo con una pulsera amarilla. Por qué pido firmas con un peto amarillo, recibiendo malas contestaciones pero recaudando buenas voluntades. Por qué invierto tiempo y esfuerzo en defender unos derechos que no me están garantizados ni siquiera en una democracia occidental. Por qué pego carteles en la facultad de económicas mientras estudiantes que visten bastante mejor que yo me miran de los pies a la cabeza. Vuelvo a construir mi voluntad, reinvento mis ganas de defender los derechos humanos día tras día, semana por semana, campaña a campaña. Dudo, doy pasos atrás, y vuelvo a comprometerme. Porque en eso consiste el compromiso: en reconstruir las ganas de que algo salga bien a diario, con sus altibajos y tropezones, con sus defectos y, a veces, decidiendo que se tienen otras prioridades.



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