Nunca es final de mes

Habíamos quedado a las ocho y media para desayunar, pero a esa hora no había nadie. Al poco tiempo bajaron Charlie y Nerea. Todavía faltaba Andrea. La llamamos varias veces mientras desayunábamos. No cogía el teléfono. Al terminar de desayunar, Mimón fue a su habitación en el Teresa (Andrea es una de las exiliadas por el incendio) y, en efecto, seguía dormida. Entre esperarnos a unos y a otros, salimos del Nebrija hacia Moncloa diez minutos antes de la hora a la que salía el bus. Andrea insistía en pensar en un plan B por si no llegábamos al bus, pero a mí no me cabía nada más en la cabeza. Solo tenía un objetivo: llegar a ese maldito bus. Si el bus de iba delante de mis ojos, entonces ya pensaría en alternativas, como esperar una hora al siguiente o ir a otro sitio en vez de Navacerrada. Pero, mientras no llegase a la dársena, solo podía pensar en el bus de las 9:45.

Mimón, tras haber ido a buscar a Andrea, salió un poco más tarde. No creíamos que pudiéramos llegar nosotras; que fuese a llegar Mimón parecía imposible. Estábamos en la cola para el autobús, que se estaba llenando. No parecía que fuéramos a caber. Fletaron un segundo autobús, que se fue llenando mientras esperábamos, impotentes, a que llegase Mimón. Dejamos pasar a algunas personas para hacer tiempo y, cuando llegó Mimón, el autobús estaba prácticamente lleno.

-Debe de quedar un sitio o dos como mucho, voy a mirar. Si no, pues ya iréis mañana -dijo el conductor.

Detrás de nosotros, un grupo de universitarios nos preguntó si íbamos a subir. Les explicamos que probablemente no quedase sitio.

-Pero dentro de una hora sale otro autobús, ¿no? -pregunté a mis amigos. Según el horario que habíamos consultado, lo peor que podía pasar era que tener que esperar algo menos de una hora en el intercambiador de Moncloa.

El conductor del autobús se asomó por la puerta.

-¿El grupo de cinco?

-¡Nosotros!

Sonrió.

-Quedan exactamente cinco plazas, habéis tenido suerte.

Respiramos aliviados y entramos, sin poder creernos la suerte que habíamos tenido. Detrás de nosotros, el conductor hablaba con el grupo de universitarios que se habían quedado fuera.

-Hoy no hay más autobuses de ida. En vez de ir a Navacerrada, podéis mirar de ir a otras zonas de la sierra… -les estaba diciendo.

-Chicos, que como hoy es sábado, este era el último bus que sube a Navacerrada -dijo Nerea.

Tanta suerte que no nos lo creíamos.

El viaje en autobús duró una hora, y la temperatura en la sierra era casi la misma que en la ciudad. El sol pegaba con fuerza y no hacía nada de frío. Caminando, sobraba el abrigo. La nieve estaba tan dura que se podía caminar por encima, aunque en algunas zonas resbalaba como el hielo, y de vez en cuando, al correr, pisar fuerte o simplemente apoyar el peso sobre una pierna, la nieve cedía y te hundías hasta más allá de la rodilla en la densa capa de nieve. Sorprendentemente, en ninguna de aquellas caídas nos hicimos daño.

Apenas se podía coger la nieve, ni para lanzar bolas de nieve ni para hacer muñecos. Conseguimos a duras penas construir uno pequeño, y solo nos tirábamos nieve a la espalda o a las piernas, pues era más hielo que polvo, y era fácil hacernos daño. Caminamos en busca de una poza llamada Poza de Sócrates que no llegamos a encontrar (o al menos no encontramos las imágenes que aparecían en internet) pero hicimos una ruta bastante divertida y fotogénica en un bosque nevado y con calzado poco adecuado.

Con mogollón de fotos y los pies empapados, volvimos temprano por la tarde a Moncloa. Al día siguiente, fuimos a Toledo, y con el viento que hacía podría decirse que pasamos más frío que en la sierra. La mejor parte: tanto subir a Navacerrada como bajar hasta Toledo nos salió gratis con la tarjeta de transporte público.




En Amnistía Internacional proyectamos un documental sobre el trabajo infantil en la India. El documental, llamado The price of free (disponible en Youtube), reflejaba la realidad de un país cuyas zonas rurales están sumidas en la pobreza. Los padres y a veces los propios niños ven en trabajar durante un pequeño periodo de tiempo la solución a sus problemas económicos, pero cuando un traficante se lleva a un niño para un mes, pasan los años sin que se vuelva a saber nada de ese niño. Trabajan de sol a sol, apenas les dan comida, sufren lesiones físicas severas y nunca cobran porque pueden pasar años trabajando sin que llegue nunca el fin de mes. Es esclavismo. Esclavismo infantil.

Los productores del documental eran una organización que se dedica a liberar niños esclavos. No solo narran las historias de cómo esos niños llegaron a tal situación, sino que también explican lo difícil que es sacar a los niños de las fábricas. Trabas legales, mafias peligrosas, violencia y muerte. La policía siendo comprada por los traficantes, los niños siendo trasladados a otras fábricas cuando se sospechaba de dónde podían estar, el dinero pagado a los padres para que no denunciasen…

En el posterior debate, apenas pasaron unos minutos hasta que alguien dijo lo que me temía: todo esto de la lucha contra el trabajo infantil está muy bien, pero mientras haya capitalismo habrá trabajo infantil. Para acabar con el trabajo infantil hay que acabar con el capitalismo.

Estoy de acuerdo. En serio que lo estoy. El capitalismo se asienta sobre premisas insostenibles ecológicamente hablando, sobre injusticias sociales a nivel internacional, sobre la desigualdad de género en todos y cada uno de los países del mundo. La producción de objetos de forma cada vez más barata para maximizar el beneficio empresarial siempre encontrará la manera de bajar salarios, de no pagar en absoluto, de secuestrar niños de piel oscura para que cosan la ropa que vestirán niños de piel más clara. Textil vendido a precios irrisorios en países del primer mundo, lucrándose de la pobreza de las clases cuya capacidad adquisitiva está lejos de poder permitirse el comercio justo. Una clase de pobres trabajando para otra clase de pobres; entre ambas pobrezas, una riqueza de accionistas se lleva todo el beneficio.

Sin embargo, al capitalismo no le queda poco de vida. No durará para siempre, igual que no siempre ha estado ahí. Los límites de materias primas nos obligarán a volver al consumo moderado a nivel regional y no global, volver a la soberanía alimentaria y los productos locales. El crecimiento demográfico obligará a mantener a las niñas en la escuela para evitar que tengan hijos demasiado pronto. El cambio climático presionará a gobiernos cuando haya más migrantes por el clima que por todas las guerras del mundo, y no haya policía ni valla fronteriza capaz de detenerlos. Cuando sea más rentable colocar placas solares que buscar petróleo, cuando haya conciencia de que el fracking es mucho más caro que la energía eólica, cuando nos demos cuenta de que no hay planeta B… viviremos en otro sistema económico.

Pero, mientras no llega el cambio, un cambio que ni de lejos se ve venir, millones de niños y niñas siguen trabajando en todo el mundo. Y aunque el capitalismo sea insostenible, ahí sigue, lucrándose de la desigualdad.

Las pequeñas luchas por un poco de justicia en un sistema injusto no deberían deternerse nunca. Quien libera a un niño de una fábrica, quien para un desahucio, quien sale al Mediterráneo a salvar vidas, quien consume de forma responsable… no acabarán con toda la injusticia del mundo, pero tendrán impacto real sobre personas de verdad.

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