¡Hay alternativas!
16/11/17
Rebuscando por entre mis
escritos de hace tiempo, encontré una de mis ideas, uno de esos principios con
los que me topé hace años y que desde entonces me han acompañado. La
frase en cuestión decía:
«El único error que
puedes cometer es negar que tuviste otra opción. Siempre hay por lo menos dos
opciones, y no es siempre lo correcto contra lo incorrecto. Has tomado una
decisión, aceptando lo que en aquel momento consideraste mejor. Y tendrás que
vivir toda tu vida sabiendo que nadie te obligó a hacer nada.»
Nada más leerla, se me
vinieron a la cabeza los rostros pensativos de nuestros políticos, esos que no tienen más remedio que declarar la
independencia o empuñar el 155 como arma de guerra. Galtung, un
internacionalista pacifista sobre el que hice un trabajo la semana pasada,
tiene un libro llamado ¡Hay alternativas!
En él, habla de los cuatro caminos hacia la paz y la seguridad, de cómo lograr la paz por medios pacíficos. Sin embargo, el título de su libro es
aplicable a cualquier situación. ¡Hay alternativas!, así, con exclamaciones,
que se enteren hasta los sensacionalistas. Hace un mes defendí que la salida
estaba en el diálogo, Hablemos, Parlem. Hoy insisto en que no todo está
perdido, en que, con exclamaciones y fuerza de voluntad, ¡hay alternativas!
Reflexionando sobre el
mismo tema, el otro día, en Ciudad Universitaria, vi una pintada (irónicamente,
en la sucursal de un banco). La pintada en cuestión decía: «Rajoy y Puidgemont, portavoces
del capital. Solo el pueblo salva al pueblo». El eterno conflicto entre el
nacionalismo y el liberalismo o el movimiento obrero. Choca con todo y, aun
así, ha sido capaz de mezclarse con todo. La explicación de que las izquierdas
que se declaran nacionalistas no son verdaderas izquierdas me parece demasiado
simplista. Tampoco las derechas comulgan con el nacionalismo; el dinero no
tiene patria.
Antes de la Primera
Guerra Mundial, los movimientos obreros europeos, por definición
internacionalistas, acabaron uniéndose al nacionalismo creciente en sus
respectivos países (con la excepción de Rusia), hundiéndose por justificar una
guerra devastadora y sin precedentes. La excepción fue, claro está, Rusia,
donde los bolcheviques aprovecharon la guerra para traer la revolución. Pero
todos los demás movimientos obreros obviaron lo que los unía para centrarse en
lo que los separaba, apoyando el esfuerzo de guerra y justificándola mediante
esa unión sagrada contra los países enemigos. Quizá si hubieran hecho las cosas
de otro modo, si hubieran intentado mantener el pacifismo y el
internacionalismo, la Primera Guerra Mundial hubiera tenido lugar en circunstancias
diferentes. Pero nunca sabremos lo que no sucedió; de todas formas, no tenían más remedio.
El martes y el miércoles,
desde Amnistía Internacional, estuvimos recogiendo firmas por el derecho a la
vivienda en Ciudad Universitaria y en la Facultad de Políticas y Sociología. El
martes, en Ciu, al lado de la constantemente concurrida salida del metro,
recibíamos infinitas respuestas negativas, comentarios como “A mí no me
interesan los derechos humanos esos” que de verdad te hacían perder la fe en
todo. Por cada cinco “No”, diez personas que directamente te ignoraban y tres
que te miraban o contestaban mal, una persona se paraba a escucharte y firmaba.
A veces se daban situaciones graciosas como un “Pierdo el bus” de alguien que
luego se metía en el metro, o gente que se echaba a reír o se largaba corriendo
cuando te acercabas con la hoja de firmas. Más que con un “Somos de Amnistía
Internacional, estamos haciendo una campaña por el derecho a la vivienda…” a
veces era mejor presentarse con un “Pido firmas, no dinero”. Entiendo que la
gente sea así de esquiva pero, de verdad, solo pedimos firmas para presionar al
Gobierno y que así tome medidas concretas contra los desahucios, como ampliar la
inversión en vivienda social de alquiler y la debida cooperación para que los
jueces conozcan los casos particulares de cada desahucio y no se tomen
exactamente las mismas medidas, como se hace actualmente, por el impago de una
vivienda. El juez, de hecho, ni siquiera sabe si está desahuciando a una mujer
víctima de violencia de género, a una familia con niños, a un anciano… Son un nombre
sobre el papel y su situación no cuenta.
Bauman hablaba de la
pérdida del vínculo social en la modernidad y era pesimista respecto a la
posibilidad de recuperar la comunidad, ese paraíso perdido en que las personas
no se mueven por interés. Decía que, en la actualidad, vivimos en comunidades
guardarropa donde escogemos identidades poco profundas y que cambiamos para
entrar y salir de manifestaciones y protestas que se encienden y se apagan
aunque el problema siga latente, pues todavía
no nos lo jugamos todo en estas protestas (o eso creemos, ya que nuestros
líderes insisten en que saldremos de la crisis), nuestra identidad está fragmentada
y tan solo participamos superficialmente. Pero Bauman era tan escéptico que falló
en su predicción sobre el movimiento 15M, aseguró que no supondría nada y jamás
sospechó que pasaría a la historia. Ni siquiera los más grandes pueden evitar
cometer errores.
Nosotras hemos acudido a
una comunidad guardarropa para ponernos el peto de Amnistía Internacional y
recoger firmas por una causa que a la mayoría de nosotras ni siquiera nos toca
de cerca, aunque nadie pueda garantizar que nunca nos vaya a afectar. Ponemos
nuestro granito de arena por una causa que consideramos justa y, en vez de
asaltar el Congreso, les llevamos miles de firmas como justificante para que
nos escuchen. Bauman creía que jamás nos pareceríamos a los proletarios del
siglo XIX que se jugaban la vida enfrentándose contra las autoridades en huelgas
y manifestaciones en que se lo jugaban todo por una subida de sueldo que
necesitaban para sobrevivir. Y tenía razón, lo que pasa es que la clase media se ha convertido
en un colchón antirrevolucionario, un margen de actuación para nuestros
líderes, conscientes de que la mayoría no opta por la revolución, sino por el
reformismo. Por la estabilidad conservadora o ligeramente progresista. Lo único
que tienen que hacer es asegurarse de mantener ese colchón estabilizador porque,
como los recortes se les vayan de las manos, el 15M podría quedarse pequeño.
Dos tardes recogiendo
firmas por algo en lo que creemos, en lo que creo, y vuelta a la cotidianeidad.
Pero ¿hasta qué punto esto es negativo? No resolveremos el tema de los desahucios
pero probablemente contribuyamos a mejorarlo, o al menos a darle algo de
visibilidad. Toda la gente que firmó recordará nuestra causa y, si el Gobierno
no hace nada, se enfadarán, puede que protesten e incluso le den más eco a este
problema. No es nada fácil y los cambios son paulatinos, pero no podrán decir
que no hemos intentado nada. Tampoco nosotras apuntamos a la cima de la montaña.
Pedimos medidas concretas para mejorar, no erradicar, el problema de los desahucios.
Antes de conquistar los cielos hay que conquistar la tierra, paso a paso,
persona a persona. Las medidas revolucionarias no solo no aseguran la victoria,
tampoco que sus objetivos se mantengan. Disparan la flecha en una dirección y no
pueden asegurar que el viento no cambie la trayectoria. Por tierra, es más
difícil desviarse. O eso creo yo, vaya. Hace rato que dejé de citar a Bauman.
Es curioso cómo en Ciu
nos cruzábamos con cientos de personas y tan solo unas decenas se paraban a escucharnos
y firmar, mientras que, en Políticas, no había que ir a la gente, la gente
venía a ti. Al final recogimos más o menos el mismo número de firmas en ambos
sitios, pues Ciudad Universitaria está siempre a rebosar de personas.
Pero tantas malas caras,
tantas respuestas negativas, tanta gente suponiendo que estás haciéndolo con
ánimo de lucro y no con la juvenil esperanza de poder cambiar las cosas…
deprime, la verdad. A la veinteava persona seguida que me decía “Tengo prisa”
acabé respondiéndole, mientras se alejaba: “¡Tanta prisa y al final nadie sabe
a dónde va!”. No creo ni siquiera que me oyera entre el ruido de una ciudad que
nunca duerme.
La primera firma que
conseguí fue de un chico probablemente de mi edad que escuchaba, aparentemente
interesado, lo que le contaba. Cuando me devolvió el papel firmado y lo miré
rápidamente, vi que en el apartado de provincia había puesto Pontevedra.
Levanté la vista rápidamente, buscándolo con la mirada para decirle que yo
también soy gallega, galegos polo mundo, o
cualquier otra estupidez que se me pasase por la cabeza. Pero el chico ya no
estaba, se había perdido entre la marea de gente de una ciudad que nunca frena.
Una chica en Ciu se paró
a escucharme y, algo escéptica, prometió firmar si le explicaba con todo lujo
de detalles el problema y la solución que planteamos. Le expliqué como pude lo
que recordaba del informe de Amnistía y le ofrecí un par de folletos con
resúmenes de lo que le había contado y el enlace a la página web donde estaba
todo mejor explicado. Al final, la chica cedió y firmó. Aquella fue, sin lugar a dudas, la firma que más me costó conseguir. La firma de una chica que quería escucharme en medio de las palabras perdidas de una ciudad que nunca escucha.
También resultó curioso
cómo todas las personas de avanzada edad a las que preguntábamos o bien ya eran
socias de Amnistía o bien no les interesaban “los derechos humanos esos”.
Prácticamente todos los que firmaban eran estudiantes.
A la mañana siguiente me
ocurrió algo curioso. Cogiendo el desayuno en la zona del comedor que
compartimos el Nebrija y el Cisneros, una chica se me quedó mirando. Yo también
la miré; su cara me sonaba de algo.
-¿Tú no eres la que me
pidió la firma…?
-Sí, y tú eres la que me
interrogó para que le diera toda la información -contesté, riendo.
Hablamos un poco sobre la
recogida de firmas, la causa por la que lo hacíamos y nuestro curioso encuentro.
-Pues qué casualidad, yo
estoy en el Cisneros -dijo, señalando a la derecha.
-Yo en el Nebrija
-respondí, girando la cabeza hacia la izquierda.
-Pues ya nos veremos por
aquí. Basta ya de esa tontería de que los cisneros no podemos ser amigos de los
nebrijos.
-Eso es. Hasta luego.
-Chao.
Desde aquel casual
encuentro no la he vuelto a ver pero estoy segura de que, si lo hago, me
acordaré de la cara de esa chica que puso a prueba mis conocimientos sobre
leyes, desahucios y el funcionamiento interno de Amnistía Internacional.
El miércoles, en clase,
el día transcurrió con normalidad. En Instituciones políticas, el portátil de Ana
Pilar se reveló contra el temario. Tomando nota sobre las distintas formas de
Estado y de Gobierno, en las características generales de la monarquía Ana
escribió “El rey puede abdicar”, pero a Word no le gustó aquel puede y se lo corrigió por un debe. El rey debe abdicar. Maldito portátil republicano, así no hay quien
apruebe.
Avisé a toda la clase de
que tendríamos la recogida de firmas en el hall y que, al salir de clase, ya
estaríamos allí, que podían pasarse un momento y, pues eso, firmar. Me dieron
las gracias por la información pero casi ninguno se molestó en acercarse. Creía
que les interesaban un poco más “los derechos humanos esos”.
Al mismo tiempo que
nosotras recogíamos firmas, también en el hall de Políticas tuvo lugar una
reunión abierta del Frente de Estudiantes para informar sobre la LEMES, nueva
ley para las universidades de la Comunidad de Madrid que tiene medidas bastante
más favorecedoras para las universidades privadas que para las públicas. A ella
se oponen profesores, alumnos y hasta el rector de la UCM.
Mientras los miembros y
simpatizantes del Frente de Estudiantes esperaban a que llegase el resto de la
gente, nos acercamos para ver si querían firmar, y la mayoría se negaron
rotundamente. Ellos, precisamente ellos, el sindicato que defiende a los
estudiantes y trabajadores de la Facultad… negándose a defender el derecho a la
vivienda.
No somos tan diferentes.
De hecho, si no hubiera estado recogiendo firmas, habría estado allí con ellos,
entendiendo en qué consiste exactamente la LEMES, apoyando los derechos de los
estudiantes. Ni siquiera los estábamos interrumpiendo, habíamos ido a pedirles
firmas antes de que empezase la reunión, cuando estaban esperando sin hacer absolutamente
nada. ¿Por qué no veían la cercanía de nuestras reivindicaciones, la necesidad
de apoyarnos en nuestras respectivas causas? Si, al fin y al cabo, todos
pedimos lo mismo…
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