Libros a la calle en el Retiro



Algo antes de los exámenes finales y poco después de alguno de los episodios más sangrientos de los últimos meses en Gaza, organizaron una charla sobre el BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones a Israel) en mi facultad, y decidí ir. Es un tema sobre el que no estoy tan informada como me gustaría, y sobre lo que hace un año prácticamente no tenía ni idea, pero en los últimos meses he procurado ponerme al día.

Algunos de los términos empleados en la charla me recordaban a materia que habíamos dado en clase. Unipolaridad, multipolaridad, derecho internacional… Según dijeron en la charla (cosa que yo también había dado en clase), EEUU impone la hegemonía norteamericana desde 1990, con el fín de la bipolaridad entre EEUU y la Unión Soviética de la guerra fría. Pero a partir de 2006 fracasa su política contra los países del sur, y sobre todo en Oriente Medio, como síntoma de la pérdida de unipolaridad. Ahora nos hallamos en un escenario de multipolaridad en el que no podemos ocultar la crisis del sistema occidental neoliberal.

Hicieron un recorrido histórico que no voy a explicar porque temo meter la pata en cosas que puede que no haya entendido del todo. Me limitaré a mencionar algún detalle que me llamó la atención.

Israel no es la reacción al Holocausto. Es un proyecto anterior, custodiado, protegido y amparado por Inglaterra, Francia y otras potencias. De cara a la opinión pública el Holocausto justifica la existencia de Israel. Incluso hoy, cualquier crítica que se haga a Israel es tachada de antisemitismo.
Según dijeron, Israel significó la creación de un Estado colonial que trae a gente que reemplaza a la población que allí habita. La legalidad internacional a veces es ética y moral como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y otras veces no lo es. La esclavitud fue legal. Pero, basándonos en la legalidad internacional vigente, Israel ha sido condenada de apartheid por la ONU. Después de tantas resoluciones, sigue sin hacerse nada. A otros países como Irak se les destrozó con una sola resolución de la ONU. Israel tiene centenares de resoluciones en su contra.

Hablaron del derecho al retorno de 6 millones de personas refugiadas registradas por la ONU. También del crecimiento del movimiento BDS en el mundo. En múltiples universidades se está vetando a el dictado de Israel. En españa hay 80 ayuntamientos que se han declarado libres de apartheid israelí. La población nativa en Palestina no es escasa como en los Estados coloniales con muy pocos nativos que acaban desapareciendo. Allí donde es mayoritaria, acaba ganando, como en Sudáfrica.

En su día, hacer boicot a Sudáfrica no era antiblanco, era en contra del régimen instaurado. Hoy, hacer boicot a Israel no es antisemita ni antijudío; de hecho, hay judíos en el movimiento BDS. Hay 200 personas judías supervivientes de campos de concentración nazis que firmaron por el boicot a Israel, por los derechos humanos. No es una cuestión religiosa, sino de la ocupación de territorios donde ya había gente. Colonialismo del siglo XXI. Los palestinos no solo son musulmanes; también hay judíos y cristianos. No es una cuestión religiosa. Estamos hablando de derechos humanos.




Sigue la batalla entre aquellos que defienden la obligatoriedad de las novatadas y quienes detestamos su mera existencia, con reuniones casi todas las semanas, algunas más formales y otras totalmente informales, con dirección o con algunos de los futuros veteranos, pero nunca todos juntos. Dirección nos da herramientas (seguramente también se las dé a ellos) pero cuando llega el momento decisivo no solo no nos ayudan, sino que no se posicionan. Entiendo su estrategia; así, pase lo que pase, saldrán ganando porque no perderán legitimidad, pues habrán facilitado el diálogo y apoyarán el acuerdo que tomemos. Se limitan a ser una mera burocracia que no se posicionan, pero, sintiéndolo mucho, si no son parte de la solución se vuelen parte del problema. Como los neutrales. Aquí no existe el centro (y me cuesta creer que en política sí), y el avance de la sociedad acabará dándonos la razón. Pasarán los años, las novatadas serán anécdotas de tiempos remotos, y sobre la dirección del colegio mayor pesará no haber estado en el lado correcto de la historia. O, al menos, eso es lo que creo. Ellos sabrán, ya son mayorcitos.

Parece que no puedo denunciar el machismo de la sociedad actual porque años pasados fueron peores. Lo sé. No lo viví, pero no hace falta haber sido testigo en primera persona para saberlo, igual que puedo saber más de la guerra civil que alguien que la vivió, sobre todo porque le habrán contado el cuento de uno de los bandos, y no ha historia completa. Del mismo modo, muchos intentan deslegitimar mi discurso contra las novatadas porque ahora son mucho menos dañinas que antes. Las muertes y las lesiones graves son cada vez menos frecuentes, pero la violencia física no es la única presente en las novatadas. Y, a día de hoy, no es la más importante. La idea, desgraciadamente muy calada entre los estudiantes, de que hay novatadas malas y novatadas buenas, olvida que todas se basan en lo mismo. Premisas de jerarquía militar, cumplimiento de órdenes y obediencia sin reparos. Obligatoriedad de jugar a un juego basado en el sufrimiento, donde la objeción de conciencia no se contempla. Y todo ¿para qué? Dicen que para conocerse todos y hacer buenos amigos. Que nadie me venga aquí diciendo que el fin justifica los medios, porque Maquiavelo jamás dijo tal cosa. Lo que sí escribió es que el buen príncipe debe hacer males menores para evitar males mayores. Si fuera imposible conocer a la gente por métodos alternativos a las novatadas, podrían considerarse un mal menor comparado con la atomización de vivir en un edificio con doscientos desconocidos. Pero, maldita sea, ¡hay alternativas! Todos lo sabemos. Puede que cuesten más trabajo, que tardemos más en aprendernos los nombres de la gente y en tener confianza, pero eso no les resta legitimidad. El fin no justifica los medios, porque hay más de un camino para llegar a la meta común. Y lo que no pueden hacer es obligarnos a seguir el suyo.

En la última reunión del curso, el director pronunció unas palabras esperanzadoras:

-La tolerancia de las novatadas desde dirección es nula.

No nos ha prometido nada, pero al menos han admitido que hay un problema. El racismo no se empezó a tener en cuenta hasta que se le puso un nombre. Nombrarlo lo convierte en un problema, un problema que todavía hay que resolver, pero al menos un problema concebido como tal en el imaginario colectivo.




También en época de exámenes tuvo lugar la Feria del Libro de Madrid. Teniendo en cuenta lo mal que me organizo para los exámenes y, por tanto, el poco tiempo libre que me quedaba en aquellos días en que más exámenes tenía, cuánto me debió de gustar la feria, que me pasé por allí tres veces. En la primera, vi a varios autores que conocía, o cuyo nombre al menos me resultaba familiar. Al primero al que vi fue a Julio Rodríguez. Dos jóvenes vestidos de marca y con el pelo engominado dijeron: “Cómo engaña la foto”. Había algo de cola para la firma de libros. “Esto estará lleno de podemitas”, contestó el otro.

Benjamín Prado, Miguel Ángel Revilla, Albert Boadella, Pilar Urbano, Elsa Punset, Leticia Dolera, alguien disfrazado de ratón diciendo ser Gerónimo Stilton… Varias casetas mostraban carteles donde ponía “En esta librería no se puede vender Fariña”, y algunas incluso tenían colgada del techo una pequeña jaula con un ejemplar físico del libro.

-Mira, José Luis Garci -dijeron a mi lado.

-¿Qué? -respondió otra persona, atónita.

-Está ahí.

Ambos se acercaron a una de las librerías, donde TVE entrevistaba a alguien que no acertaba a ver. Entre tanta gente y tanta emoción, me sentí un poco ignorante por no conocer a José Luis Garci.

Un poco más adelante, no pude evitar echarme a reír al ver a un escritor al que nadie pedía ejemplares firmados. Se llamaba Pablo Albo, y en su cartel ponía Pablo Alborán con el rán tachado.

Al final de aquel paseo del Retiro en que se ubicaban todas las casetas, una especialmente grande, situada en el medio, tenía una cola increíblemente larga. Me asomé y comprobé que se trataba de Arturo Pérez Reverte, que posaba para una foto con tales aires de superioridad que también me marché de allí riendo. Las fotos no engañan, es exactamente igual.

Había puestos de todo tipo: feminismo, fisioterapia, montañismo, historia, aviación, sociología… Paseando por las casetas me crucé con un niño pequeño con un globo de Ciudadanos. Curioso. Más adelante, una niña de poco más de un metro de altura con una camiseta del mismo partido. Y, a punto de marcharme, otra niña con una pulsera de Ciudadanos. Miré a mi alrededor, buscando el puesto propagandístico del partido naranja, pero no lo encontré por ningún lado, por lo que supuse que los niños ya habrían venido adoctrinados de casa.

Volví a la feria del libro dos veces más. Cada día me compré un libro que ya había visto anteriormente y tenía intención de leer. Mientras miraba libros de política en una caseta manifiestamente de izquierdas, en la caseta de al lado dos chicos más o menos de mi edad firmaban libros. La cola de niñas de doce años con sus madres avanzaba más de cien metros por entre los árboles del Retiro, mientras las que estaban más cerca chillaban sin poder ocultar la emoción. En cierto momento muchas de ellas chillaron al unísono.

-Hacen algo y todas chillan, pero todavía no he visto qué es lo que hacen exactamente -les estaba diciendo el editor de la caseta donde yo miraba libros a una pareja a mi lado.

-¿Quiénes son? -pregunté.

-No lo sé, unos cantantes de Tenerife, me dijeron antes. Supongo que serán famosos, pero a mí no me suenan.

A mí tampoco me sonaban. Miré sus nombres; eran raros, supongo que nombres artísticos. O quizá extranjeros, ni siquiera recuerdo cómo de raros eran.

Compré el libro de Alberto Garzón cuya presentación había sido en mi facultad. Como la cola para la firma era de apenas unas veinte personas, esperé para que me lo firmara. Los que tenían colas de verdad, quienes triunfaron en la feria del libro, no eran ni escritores ni políticos, sino youtubers y cantantes. Garzón, que firmaba libros sonriente, parecía más feliz en aquella caseta bajo el intenso calor del mediodía que en su escaño del Congreso. Al hablar con él, me pareció tan simpático que me arrepentí de no haberle pedido que nos enseñase el Congreso el día que fuimos al torneo de debate y no nos atrevimos a dirigirle la palabra teniéndole al lado.

Allí, en frente de la caseta, los comentarios de quienes lo reconocían eran bastante variados.

-Mírale, ahí firmando libros. Pero si sabe escribir y todo… -dijo un hombre de mediana edad.

-Coincidí con él una vez en un restaurante -le contó una señora a otra-. Un menú de 11'50 se estaba tomando, igual que yo. ¿Qué hizo Rajoy el otro día ocho horas metido en un restaurante? Desde luego, un menú de 11'50 no se lo tomó.

En la salida del Retiro, viéndome incapaz de encontrar el metro más cercano, decidí preguntar a alguien. Entre el ir y venir de la gente busqué a alguien con pinta de local. Cuatro o cinco hombres charlaban al lado de la puerta, y me acerqué a preguntar por el metro. El hombre al que pregunté llevaba una gorra naranja; se dio la vuelta y comprobé que ponía Ciudadanos. Al no saberme decir, preguntó a los demás. Todos ellos llevaban pulseras de Ciudadanos, y a su lado había una caja llena de productos naranjas. Los niños que había visto no venían adoctrinados de casa.

Me indicaron amablemente cómo llegar al metro, pero no pude evitar cruzar los dedos y esperar que no se dieran cuenta de qué libro llevaba yo en la mano. Me pregunto si habrían respondido de igual manera tras leer el título del libro que me acababa de comprar. Por qué soy comunista, de Alberto Garzón.



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