Vaya país
-¿Sabéis si va a tardar
mucho? -preguntó Pablo-. Quedan cinco minutos.
Leyre, Pablo y yo
empezábamos a temer que Alberto llegase tarde al primer debate. Retrasarnos más
de cinco minutos supondría una falta leve.
-Voy a llamarle.
Por teléfono, el chico
aseguró estar a punto de llegar, y me acerqué a la puerta para guiarlo a donde
estábamos los demás. Mientras tanto, una televisión anunciaba los próximos
eventos organizados en el colegio. Después de no sé qué evento sobre economía, apareció
un cartel verde con una cara que conocía. Una conferencia de Santiago Abascal,
líder del ultraderechista partido VOX, tendría lugar en el colegio el martes.
En cuanto llegó Alberto,
acompañado de Irene, fui hasta Leyre y Julio y les enseñé una foto del anuncio
de la charla de Santiago Abascal, exclamando:
-¿Dónde nos hemos metido?
El primer debate fue
contra un equipo bastante bueno, al que sin embargo supimos plantar cara. Nos
tocó la postura en contra, donde hago la introducción y la conclusión. Se me
había ocurrido hacía un par de días un exordio sobre el Muro de Berlín que les
había gustado a todos, sobre todo a Pablo, que le encontró incluso un sentido
más sobre el que yo no había pensado.
-La noche del 9 de
noviembre de 1989, un símbolo se venía abajo -empezaba mi introducción-. Los
berlineses derrumbaban el muro que había dividido su ciudad durante 28 años. En
el contexto de la primavera de las naciones, cayeron dictaduras y el mundo
entero apostó por la libertad. Han pasado casi 30 años desde entonces, y
limitar la libertad de expresión en un mundo que tiende a abrirse cada vez más
sería intentar reconstruir un muro… que ya ha caído.
Mientras lo decía,
sostenía una imagen del Muro de Berlín con cientos de alemanes subidos a él,
poco antes de que ellos mismos lo demolieran. Después de la refutación de
Alberto y la contrarrefutación de Leyre, hice la conclusión, que terminé
sosteniendo la misma imagen del Muro y con las siguientes palabras:
-La libertad de expresión
es el derecho sobre el que construimos la democracia, el progreso y la dignidad
humana. En esta lucha no podemos retroceder, porque el espíritu de la primavera
de las naciones sigue entre nosotros. Cayó el Muro de Berlín y hoy sus restos
son una galería de arte: un tributo a la libertad de expresión que siempre ha
unido la ciudad -le di la vuelta a la imagen; por el otro lado, la famosa
imagen de los dos líderes comunistas alemán y soviético besándose-. El de
Berlín no es el último muro. Derribar muros, construir puentes.
Supimos que habíamos
perdido aquel debate en cuanto recibimos el feedback de los jueces. Pero
plantamos cara al otro equipo.
Durante los dos días,
cada vez que algo salía mal, como que las cosas empezaban con retraso, estaban
mal organizadas, alguien llegaba tarde… Pablo repetía su frase de siempre, que
ya le había escuchado en más ocasiones: “Vaya país”.
El segundo equipo al que
nos enfrentamos aquella tarde fue bastante más flojo y salimos con la sensación
de haber ganado. Defendimos el a favor, con el que utilizábamos una planta como
metáfora de la libertad de expresión, a la que hay que podar para asegurarnos
de que sigue creciendo (por tanto, hay que limitar la libertad de expresión precisamente
para asegurarnos de que sigue creciendo y fortaleciéndose). Aquel exordio fue
idea de Pablo, y como apenas nos convencía, por poco lo desechamos. En
realidad, era bastante bueno.
Poco a poco, y tras ver
el anuncio de VOX, fuimos entendiendo en dónde nos habíamos metido. Crucifijos
por todas partes y una capilla enorme dominaban aquel edificio de trece
plantas, aquel colegio mayor católico y masculino construido sobre terrenos de
la Complutense y que probablemente reciba algún tipo de subvención.
El sábado, después de
nuestro tercer debate, antes del cual no habíamos tenido tiempo para desayunar,
fuimos a la cafetería. Al lado, había bastantes chicos viendo la televisión.
Viendo los toros.
-Y estos viendo los toros,
¡lo que faltaba! -exclamó Julio. Varios de los chicos se giraron hacia
nosotros-. Qué colegio más bonito -añadió, sin evitar el sarcasmo.
Entramos en la cafetería,
donde se nos ofrecía a los debatientes un aperitivo, aunque el que más provecho
sacó de aquello fue indudablemente Julio, que ni siquiera iba a debatir, sino
de acompañante. Había tostadas, fiambre, bollería, zumos, café… Me disponía a
coger un plato, cuando una cocinera salió y nos reprochó:
-Pero ¿qué hacéis cogiendo
platos? Esto es un aperitivo, ¡no un desayuno!
Hice amago de dejar el
plato, pero me lo pensé dos veces. A ella no le costaba nada que nosotros
comiéramos. De hecho, aquella comida se habría comprado con el dinero de
nuestra inscripción, que no fue precisamente barata, y no suponíamos ningún gasto
para el Mendel. Me quedé con el plato, cogiendo comida mientras la cocinera
rumiaba a mis espaldas.
Nos sentamos en una mesa
redonda, al lado de un crucifijo. Nos burlamos de la austeridad de la cocinera,
culpándonos por coger un vaso, un tenedor o un plato. Julio llegó con una
bandeja y dos platos llenos de comida. Nos había ganado a todos. La cocinera,
que seguía dando vueltas y cambiando las cosas de sitio, decía a unos chicos:
-Pero bueno, a mí me
habían dicho que esto era un aperitivo, no una merendola.
Manu, con quien habíamos
preparado el anterior torneo, vino a ver nuestro primer debate de la mañana del
sábado, y dijo que lo habíamos hecho muy bien. El último debate de la mañana
fue contra un colegio mayor argentino, en frente del que paso todas las mañanas.
Como en el horario incluía
horario de comida, supusimos que estaba incluida, pero no. Pablo preguntó si
queríamos darle dinero al Mendel o preferíamos irnos a comer fuera. No hizo
falta votarlo. Comimos en otro colegio mayor de la zona, cuyo nombre no
recuerdo, y charlamos un rato.
-No habéis visto los
tiempos salvajes de Somosaguas -dijo Pablo al enterarse de que estudio en la
misma facultad a la que fue él-. Ahora está todo muy tranquilo. ¿Sabes la
carretera de Húmera, al lado del campus? Recuerdo montones de veces que los
estudiantes de políticas la cortaban con barricadas, luego venía la policía…
las que se montaban -dijo, riendo, mirando por la ventana.
Hablamos de carreras, de
cómo Alberto iba a dejar Sociología y Políticas en la UC3 para venirse a la
Complutense y empezar Filosofía y Políticas. “Perdónalo, porque no sabe lo que
hace”, había dicho Pablo el día que se enteró.
-Mi compañero de piso es
filósofo y no sonríe. Camina arrastrando los pies por el pasillo, como si
llevara el peso del mundo sobre sus hombros. Creedme, es mejor saber lo menos
posible.
Volvimos al Mendel para
que nos dieran los resultados de la fase de grupos. Irene y Alberto por un lado,
Julio y Leyre por el otro, bromeé diciendo que yo también tenía que traerme un
acompañante en el próximo torneo.
-Pero tú eres
autosuficiente -me dijo Julio. A sabiendas de que puede que acabe leyendo esto,
he de decir que, lo siento, Julio, pero no tenías razón. Ni yo ni nadie es
autosuficiente. Cuando, al salir de un debate, Pablo se iba a hablar con alguna
de las quince mil personas que parece conocer, Alberto e Irene se apartaban a
hablar y vosotros dos desaparecíais, me encontraba sola en medio de un montón
de gente. No me debería importar, pues a todos nos sucede de vez en cuando y
estar solo no es nada malo, pero me recordaba a mi día a día en un colegio del
que tuve la buena suerte y el buen juicio de marcharme, aunque debiera haber
tomado esa decisión mucho tiempo antes.
Llegó la hora de saber
los resultados. Antes de entrar en el colegio, Pablo nos paró y nos habló de lo
bien que lo habíamos hecho y lo parciales que suelen ser los resultados, como preparándonos
para una inminente derrota. En el pasillo, me crucé con una de las juezas, que
me preguntó:
-¿Tú eres María Sonsoles?
-Sí.
-¿Y te apellidas Quiroga
Gutiérrez?
-Así es -dije,
reconociéndola como Lucía Quiroga, que nos había juzgado en el primer y el
cuarto debate.
-¡Te apellidas igual que
mi padre! ¿De dónde eres?
-De Lugo -dije, riendo,
mientras otra jueza que pasaba a nuestro lado se giraba y me preguntaba, con
inconfundible acento gallego:
-¿Eres de Lugo?
-Sí, ¿por?
-¡Yo también! Pero ¿de
Lugo ciudad?
-Que sí, que sí.
Nos pusimos a hablar
sobre los colegios e institutos a los que habíamos ido, pues ambas conocíamos
todos los centros educativos de una ciudad tan pequeña como la nuestra. Al
sacarme ella ocho años, era improbable que tuviéramos amigos en común, pero su
mejor amiga, al igual que yo, había ido a Pepas.
-¿Sigue Don Manuel de
director?
-Se jubiló hace años,
pero me acuerdo de él.
Pablo pasó a nuestro lado
y, al oírnos hablar emocionadas, nos miró con expresión de sorpresa y se llevó
una mano a la cabeza. Me cuesta creer que todavía no se haya dado cuenta
todavía de que los gallegos estamos en todas partes.
Entramos en el salón de
actos, donde el director del Mendel explicó cómo se había hecho la
clasificación y cómo serían los octavos de final. Al principio se explicaba
bien, pero pasados unos segundos, nadie sabía ya lo que estaba diciendo. “Me
explico fatal”, reconoció. Mostró la tabla de clasificación y, no sé si por
pesimismo, costumbre o aceptación de la cruda realidad, empecé a buscar el
nombre del Nebrija por la parte de debajo de la lista. Hice bien. CMU Antonio
de Nebrija, una victoria y tres derrotas. Tan solo habíamos ganado a los
argentinos. No nos clasificábamos para octavos de final.
Aquí, sumando derrotas.
No pude evitar echarme a
reír cuando vi aquellos penosos y a todas luces irracionales resultados. Era
una risa de impotencia, de rendición, de aceptación de una realidad injusta
mientras el resto del salón aplaudía emocionado. Aplaudí despacio y con fuerza,
con tanto sarcasmo como pude sacar de la rabia acumulada, y seguí aplaudiendo
unos segundos cuando los demás ya habían parado. Me levanté, dispuesta a
largarme lo antes posible de aquel agujero ultracatólico antes de cruzarme con
algún otro chico repeinado de pulsera rojigualda de los que irían a ver la conferencia
de Santiago Abascal en dos días. Me dispuse a marcharme, como el resto del
mundo, pero mi equipo permanecía sentado. Hablaban entre ellos o escribían los
resultados en el móvil. Cuando por fin salimos, Pablo se negó a comentar lo
ocurrido hasta que no salimos bajo la lluvia, lejos de crucifijos y niños pijos.
A la puerta estaban varios de los jueces, entre ellos la lucense, a la que dije
adiós con la mano. Nos miró, algo apenada, entendiendo que nos habían
eliminado.
-Esta derrota se puede
entender con diferentes lecturas. La primera, que los jueces son tontos y punto.
La segunda, que nos han puesto notas tan bajas porque soy yo vuestro formador.
-¿Y eso que tendrá que
ver? Ni que todo el mundo fuera tu enemigo.
-Lo que pasa es que
nosotros formamos a políticos y demás, y ellos forman a sus debatientes para
sus torneos, los mismos que los forman organizan los torneos. ¿Os he dicho que
el director del Mendel es el preparador de los de otro de los colegios? Ese que
explicó cómo se había hecho la clasificación y se explicó tan mal -todos nos
reímos.
Pablo siguió hablando de
cómo él había perdido muchos torneos en sus tiempos de debatiente.
-Una vez perdimos por ser
de la Complutense y fundamos nuestro propio torneo en Navarra. Ahora es uno de
los torneos más prestigiosos de España y el único en tres idiomas.
También habló de uno que
ganaron y cuyo premio era bastante dinero para fundar una empresa, y que eso
hicieron Paco y él.
-Otra explicación podría
ser que os merecíais ese resultado, pero no es así. Sé que no soy imparcial y que
lo preparamos con muy poco tiempo, pero no lo pudisteis hacer tan mal. Para
ganar, podría daros las posturas ya hechas para que las memorizaseis, con
evidencias incluidas, como hacen la mayoría de los equipos, pero yo no sigo su
método de formar soldaditos.
Pablo parecía bastante
enfadado, aunque era difícil decirlo. Alberto probablemente se preguntaba por
qué se había molestado en ir, y Leyre parecía desilusionada. Dijo que no le
apetecía demasiado volver a otro torneo, sabiendo que las cosas funcionan así.
Julio, por su parte, dijo haberse quedado con ganas de debatir. No se había
apuntado por falta de tiempo, pero dijo que vendría al siguiente. Horas más
tarde, los dos crearon un grupo de WhatsApp llamado “Siguiente debate”, y me
unieron, preguntando por más torneos. Al verlo, sonreí. No nos rendiremos tan
fácilmente.
Nuestra nota media mejoró
un punto con respecto al torneo del Isabel de España. De un cuatro y pico,
pasamos a un cinco y pico. De perder todos los debates, pasamos a ganar uno.
Presté atención a aquel hecho.
Todos los equipos de
debate, hasta los más buenos del mundo, empiezan por una primera victoria.
Antes de ser los mejores, antes de haber ganado ningún torneo, ganaron un
debate. Aquel era nuestra primera pequeña y agridulce victoria.
La rama de árbol con la
que hicimos el exordio de la planta, la que simbolizaba la libertad de expresión,
la intentó tirar Alberto a la basura. Se la quité de las manos, rompiéndola un
poco en el forcejeo.
-¡Alberto, para! ¿No te
das cuenta? Esta planta simboliza nuestra primera victoria, ¡es nuestro trofeo!
-¡Tira eso! La cogió
Pablo de a saber dónde… ¡Si está medio marchita!
Pero era un símbolo. Como
el Muro de Berlín. Como aquella tarjetita con nuestro nombre que habíamos
llevado durante los dos días alrededor del cuello.
La vida está llena de
símbolos que significan cosas distintas en contextos diferentes. Cualquiera que
vea esa ramita disecada colgada ahora en mi habitación no podrá sospechar que,
mirándola, me acuerdo de una batalla ganada en medio de una guerra perdida, de
un valiente intento de hacer bien las cosas sin el apoyo con el que la mayoría
cuentan. Cualquiera que la vea pensará que es meramente decorativa y no un
exordio. Jamás se la imaginará como la libertad de expresión guardada durante
dos días en la mochila de un joven debatiente canario que, cuando la fue a tirar,
fue rescatada de su destino como basura para ser convertida en un símbolo. Algún
día dentro de algunos años le enseñaré a Alberto una foto de la pequeña rama, aún disecada en mi
habitación, y le preguntaré si se debe limitar la libertad de expresión para
proteger las sensibilidades religiosas.
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