Caminando a Santiago

En un momento del verano de absoluto aburrimiento, con los días grises y sin apenas quedar con nadie, Leyre, una amiga del Nebrija, me propuso hacer con ella el Camino De Santiago. No tardé ni un día en decidirme a ir. Mi madre no me echó de casa, pero habría tenido legitimidad para hacerlo; al fin y al cabo, lleva años y años insistiendo en hacer el Camino. Y tras toda la vida diciendo que no, una amiga me convenció en cinco minutos. Por si fuera poco, el propósito de mi madre siempre ha sido el de empezar en Burgos, con mis primos, y allí fue donde fui al encuentro de Leyre, que ya llevaba caminado desde antes de Roncesvalles.

En Burgos, la primera parada, el albergue municipal estaba frente a la sede de Izquierda Unida, donde por la noche parecían estar de fiesta. Por la mañana, al despertarnos a las 6 de la mañana, el albergue ya estaba vacío. Al lado de la sede de IU, un bar hacía su agosto sirviendo desayunos a peregrinos. Caminamos hablando sin parar hasta bien entrado el mediodía. Pasaban de las tres de la tarde cuando, con treinta kilómetros a nuestras espaldas, no veíamos el pueblo en ninguna parte. Una extensa llanura con pequeñas colinas se extendía a nuestros pies, con campos amarillentos y poco fértiles, mientras el sol y el ligero viento caliente nos torturaban. Google Maps, esa fabulosa herramienta que nos sacó de tantos apuros, aseguraba que el pueblo estaba justo delante de nosotras. Un kilómetro, nada.  Quinientos metros, nada. Doscientos metros, nada o… espera. A cien metros del pueblo reparamos en que ante nosotras se abría un valle. Lo primero que vimos fue el campanario de la iglesia. Poco a poco, la forma del edificio se fue abriendo paso, y enseguida pudimos ver las demás casas y el pueblo entero, cuesta abajo a escasos metros de nosotras.

En el albergue, hablé con una mujer estadounidense que hacía el camino con su hijo adolescente, un chico que no parecía muy feliz de tener que caminar, y mucho menos de que su madre le limitase el uso del móvil. Charlé un rato con la madre, que dijo que intentaban caminar 20 kilómetros diarios. En nuestra habitación, aparte de los estadounidenses, también estaban un padre y su hija japoneses. Por la noche, cuando nos acostamos, ya dormían todos y, por la mañana, cuando salimos, solo quedaban los estadounidenses durmiendo. Cuando llevábamos tres o cuatro horas caminando, adelantamos a la chica japonesa, que tendría más o menos nuestra edad, quizá algún año menos, y avanzaba torpemente. Exhausta, llamaba a su padre, que caminaba unos cuantos metros por delante. El hombre iba totalmente tapado, con manga larga, pantalones largos, guantes, gorro, gafas de sol y una braga que le cubría toda la cara. Solo le daba el sol en la nariz y los dedos de las manos.


Uno de los pueblos, creo recordar que Carrión de los Condes, estaba lleno de albergues religiosos gestionados por curas y monjas. Buscando por el pueblo, Leyre decidió preguntarle a un anciano local, que nos recomendó el albergue que estaba al lado de su casa. Al llegar, dos monjas en la puerta confirmaron nuestras sospechas: también era religioso. Nos quedamos unos minutos en la puerta, pensando en qué hacer, y entre los comentarios favorables en internet y, bueno, las risas, decidimos quedarnos.

-Venga, va, por la experiencia -dijo Leyre.

Había múltiples eventos como una misa de bendición a los peregrinos y canciones religiosas. La mayoría de la gente allí presente eran cristianos y se emocionaban ante aquella efervescencia colectiva, pero también había personas procedentes de países donde el cristianismo nunca había sido hegemónico, y que miraban con curiosidad y respeto los ritos religiosos en honor a un dios al que nadie les ha enseñado a temer.

Desde el momento en el que entré en aquel albergue, me puse a la defensiva. Me incomoda bastante encontrarme con crucifijos desde que los aparté de mi vida, y todo en aquel edificio me olía demasiado a secta. Al fin y al cabo, ¿qué es una religión? Las monjas cantan sonrientes con instrumentos que suenan bastante bien, y unos cuantos niños pequeños que han venido con sus padres se sientan cerca de las monjas (por tanto, lejos de los peregrinos) y cantan canciones que se saben de memoria. Me pregunto si harán eso todas las tardes.

Yo no canto. Miro a mi alrededor con el ceño fruncido. Un niño no hace más que molestar a una niña; quizá sean hermanos. Su actitud y su aspecto de ropa de domingo me recuerda demasiado a mi colegio. Cualquiera de ellos podría haber sido mi compañero de clase hace diez o quince años, su comportamiento es exactamente el mismo. Nada más terminar el ritual, Leyre y yo fuimos al patio. Ella se fue a buscar algo y me quedé sola, pensando con el ceño fruncido. Escucho en el interior cómo las monjas explican a los niños pequeños cómo son las instalaciones y qué se hace en cada sitio. Mientras lavo la ropa a mano, entra la excursión de niños y me siento incómodamente observada. “Aquí tenemos un espécimen de la especie que albergamos en sus quehaceres diarios”, parecen decir las monjas.

Las monjas se quedan hablando con los adultos y los niños merodean por el albergue sin acercarse demasiado a los peregrinos. Estoy sentada con una aguja e hijo en la mano derecha y una botella de alcohol para desinfectar en la izquierda, a punto de curarme las ampollas. En cierto momento levanto la vista y veo cómo uno de los niños se ha salido del grupo y permanece de pie a un par de metros de mí, mirándome cautelosamente. El niño observa fijamente con sus ojos negros cómo me curo una ampolla en el talón. Las chanclas descansan a mi lado, dando un aspecto todavía más precario a mi ropa de deporte, mi pelo alborotado y mi piel quemada por el sol. Las monjas nos alojan por cinco euros la noche, nos permiten cocinar aquí e incluso podemos utilizar aceite, sal, cebolla y especias de su propiedad. Parece que nos apoyan, que nos respetan, que nos hacen las cosas un poquito más fáciles. Pero el niño de ojos negros me mira de otra manera. Su pelo está perfectamente peinado, su ropa es formal y probablemente bastante cara, y desde luego que no me mira de igual a igual.

¿No seremos en cierto modo esos pobres a los que el cristianismo llama a ayudar? Cansados de caminar llegamos a su puerta y nos ofrecen una cama y un techo. Las monjas sonríen demasiado para la miseria que sacan haciendo esto. Te animan a seguir el camino de un dios al que han dedicado su vida entera. En la entrada del albergue todos cantan sonrientes, con el mismo brillo en los ojos. Adoran a un dios que les premiará por esto, que secunda sus acciones porque son órdenes suyas. En esta fe ciega educan a sus hijos, que comparten ese brillo en la mirada, un brillo con el que crecerán hasta convertirse en adultos que traigan al mundo más niños a los que adoctrinar.

«Que crean en lo que quieran, yo lo respeto aunque no esté de acuerdo» dice Leyre a mi lado, al ver que no me agradan nada sus canciones. Ojalá fuese así de sencillo. Ojalá sus creencias no nos afectasen a los demás, pero el problema es que nos afectan. Porque un adulto que decide seguir una cierta religión es libre de hacerlo. Un niño que nace en una familia católica es bautizado cuando aún es un bebé.

No sé cuántos hermanos tendrá el niño de los ojos negros, pero en el albergue hay demasiados niños y pocos adultos. Como mínimo hay dos o tres familias numerosas. Todos, grandes y pequeños, visten muy bien y van peinados y arreglados. Se saben las canciones de memoria y las cantan ante un grupo multicultural de cansados peregrinos que aplauden con admiración. Pero yo no veo nada loable en educar a niños en una fe en que se sentirán presionados para mantener y tendrán que dar muchas explicaciones si algún día deciden dejarla de lado. Qué irónico: para creer jamás tendrán que justificarse; para no creer, sí.

A los niños que cantaban en aquel albergue, así como a millones de niños en todo el mundo, les enseñan a adorar a un dios que ni sé si existe y, honestamente, tampoco me quita el sueño. Pero se les olvida enseñar a amar un poquito más al prójimo. En realidad es uno de los mandamientos cristianos, cierto, pero en la jerarquía de la obediencia cristiana está por debajo del de «amar a dios sobre todas las cosas». Primar a un dios de existencia incierta sobre las personas que, sí, existimos.

Yo no quiero la piedad de nadie. Quiero su respeto. Quiero su sinceridad, su trato justo, la humanidad de quien se sabe limitado y no trata de imponer sus dogmas sobre ningún derecho humano. Quiero que pensar en una vida después de la muerte no les haga olvidar que hay vida antes de la muerte. Que sean conscientes de que creen en su dios y no en otro por el contexto sociocultural en el que han nacido, y por tanto imponer su fe por encima de otra es como defender la superioridad de las leyendas de un país sobre la mitología de otro. Quiero que dejen sus dogmas fuera de la educación, de las instituciones y sobre todo de sus hijos. Si tanta razón dicen tener, ya se darán cuenta cuando sean mayores.

Si hubiera un dios y fuera mínimamente coherente, no juzgaría a las personas por cuánto le han rezado y cuán bien han seguido sus normas, sino por cómo han mejorado la vida de los que tenían alrededor. Sé que mis principios morales vienen de un contexto sociocultural cristiano, y abstraerme del todo de él es tan complicado como pensar en el género fuera del sistema hegemónico patriarcal. Pero hay estudios que demuestran que los hijos de ateos son bastante más buenas personas desde una perspectiva religiosa de amor al prójimo que los niños criados en una determinada fe. Quizá dedicar tanto esfuerzo a rezar a un dios que no se puede saber si existe quita tiempo y ganas para respetar a las personas que sí existimos.

Cuando dirijo una sonrisa al niño de ojos negros que no me quita la mirada de encima, el muchacho retrocede y vuelve con los demás niños. A la cuarta ampolla que atravieso con hilo y aguja me doy cuenta de que ya no me cuesta hacerlo, pues el alivio posterior es muy superior al sufrimiento temporal de atravesarse la piel con hilo y aguja. Ojalá costase tan poco librarse de los problemas como lo es librarse de una ampolla. Ojalá el cansancio de caminar más de treinta kilómetros al día fuese el peor dolor al que nos enfrentamos.


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