Crónicas de un futuro pueblo fantasma

Casasola, Ávila. Apenas un puñado de habitantes, que menguan año tras año. Van muriendo poco a poco y en este pueblo no nace nadie. Escribiendo sobre el pueblo de mi madre siento que escribo la crónica de un futuro pueblo fantasma.


Cuando llegué, a primeros de agosto, la gata de mi abuelo había tenido gatitos hacía muy poco, y los escondía en un solar detrás de nuestra casa. Una piedra pegada al muro permitía que los niños se subieran a verlos y, para cuando yo los vi por primera vez, ya se habían convertido en la atracción turística del pueblo. Les pusieron nombres e intentaron convencer a sus padres para llevarse a alguno de los cuatro pero nadie logró hacerse con ellos. Unos amigos de Ávila se llevaron dos de los gatitos, los más mansos, y los otros dos pese a quedarse con su madre, probablemente tengan un porvenir bastante duro, ahora que mi abuelo ya no vive en el pueblo en invierno.


Limpiando el garaje, apareció una bicicleta amarilla, una de las primeras que tuvimos mis primos, mi hermano y yo. Al ser tres primos en una franja de dos años, mis primos y yo nos solíamos pelear por ella, pues las alternativas eran una bicicleta con décadas de edad, bastante más grande y con los frenos mal, y otra más pequeña que manchaba las piernas de grasa al pedalear. En esa bicicleta me caí por la empinadísima cuesta entre Duruelo y Muñopepe, dos pueblos vecinos, siendo bastante pequeña. En esa bicicleta me recorrí el pueblo infinitas veces yendo a buscar a los demás niños. Esa bicicleta se convertía en un coche en nuestra imaginación, mojábamos con agua a las ruedas a modo de gasolina, echábamos carreras por la plaza y hasta la utilizamos para disfrazarnos de Mario Kart. Una pequeña bicicleta amarilla ligada a montones de recuerdos, acumulando polvo en el fondo del garaje.

Al final les dimos la bicicleta a dos nietos de la vecina, dos niños que no se deben de llevar más de dos años y por tanto son casi de la misma altura. A los dos les va bien la bicicleta; imagino que ellos también se pelearán por ella, como hacíamos mis primos y yo hace diez años. Ver esa bicicleta de nuevo por las calles del pueblo es bastante satisfactorio. Me encanta que un objeto que me ha dado tan buenos recuerdos vuelva a tener utilidad.

Empezaron las fiestas de San Roque, con actividades como el torneo de futbolín. Teresa y yo, que llevamos jugando juntas desde que nos conocemos, participamos en el torneo de adultos conscientes de que no teníamos nada que hacer. Se apuntaron casi veinte parejas al torneo, algo nunca visto, sobre todo motivado porque se siguen apuntando los de siempre más los adolescentes que cumplen años y dejan de jugar con los pequeños. Uno de los primeros partidos que jugamos, en la fase de grupos, fue contra Víctor y su primo Pablo, históricos contrincantes. Cuando éramos pequeños, siempre ganaban los torneos de futbolín, hasta que hace pocos años, ya de adolescentes, otros dos chicos les arrebataron el título y Víctor y Pablo nunca lo recuperaron. Tras un intenso partido, Teresa y yo ganamos. No nos lo podíamos creer, después de tantos años sin ganarles nunca, ni en torneos ni en partidos amistosos, a veces sin conseguir ni siquiera encajar un gol… y les habíamos ganado. Se habían apuntado muy pocas mujeres, y Teresa y yo fuimos las únicas que pasamos a cuartos de final. En cuartos perdimos contra los dos chicos que siempre habían ganado de adolescentes, quienes al final ganaron el torneo.

En el concurso de disfraces, nos disfrazamos de equipo olímpico de Casasola, diseñando la bandera y el himno de nuestra “nación”. Como mensaje secundario que no creo que captase mucha gente, no podía dejar de pensar en lo sencillo que es construir una nación y crear un sentimiento de orgullo sobre ella, buscar un enemigo como contraposición a nuestros valores (en este caso, Duruelo, el pueblo vecino con el que Casasola comparte ayuntamiento), y movilizar a gente tan diversa bajo un estandarte común.

“Casasola, Casasola
Esa es nuestra nación
Y si vienen de Duruelo
Los tiramos al pilón

Casasola, Casasola
Hay más gatos que personas
Casasola, Casasola
Es el pueblo que más mola”


Cierto, el himno era en gran parte un plagio del himno de Moderdonia, y la bandera ni siquiera la habíamos diseñado nosotros, pero al final todo era una metáfora bastante divertida. Y, aunque sea en contra del pueblo de al lado, llevarnos todos bien tampoco debería tener nada malo… si no fuera porque supondría la unificación de opiniones y posturas totalmente diferentes y la creación de un supuesto interés general y todo aquel que fuera en contra sería enemigo de Casasola. Hablar así también es absurdo, porque el nuestro es un pueblo pequeño, pero el experimento social de The Wave no anima a intentarlo. Si bien es cierto que un poco más de coordinación, por ejemplo para organizar mejor las fiestas, no vendría nada mal, no seré yo la que procure conseguirlo animando a la gente ondeando una bandera.

Otro día fue el torneo de fútbol, en el que Sandra y yo decidimos participar. Si una no jugaba, la otra tampoco lo haría, así habíamos acordado al darnos cuenta de que todos los demás participantes eran hombres. El equipo que le tocó a ella era bastante mejor que el mío, pero en el pseudo campo de fútbol sala del pueblo, en partidos de siete minutos, el factor suerte era el más importante. Fuimos avanzando modestamente hasta la semifinal, contra el equipo que, creo recordar, acabó ganando el torneo. En un partido muy intenso, los contrarios nos adelantaron en el marcador cerca del final del partido, pero al poco tiempo llegó el balón a mis pies, que corrían sin saber muy bien qué hacer por la banda izquierda, y ante la sorpresa de todos y la impotencia del portero, el balón voló de mi pie derecho a la escuadra de la portería, hundiéndose en la red. Me llevé las manos a la cabeza, riendo. Tanto el equipo contrario como, por qué negarlo, el mío propio, parecieron reparar en mi presencia en aquel momento, como si hasta entonces no hubiera participado en el torneo. Me miraron como quien descubre que un trasto inútil sirve para algo, unos con la ilusión de descubrir un jugador más en su equipo, otros con la frustración de darse cuenta de que el oponente no estaba en desventaja numérica. A lo largo del torneo había visto a miembros de mi equipo, de otros equipos y hasta los propios organizadores ignorarme sistemáticamente para todo tipo de cuestiones. Mis compañeros hablaban de las posibles jugadas, se repartían el quién cubre a quién, analizaban el juego de los oponentes… sin contar conmigo. No lo decían, pero estaba claro que pensaban que el hecho de que les hubiera tocado en su equipo (que hicieron al azar los organizadores) suponía una clara desventaja, casi un lastre. Y, a pesar de todo, acababa de marcar un gol contra el mejor equipo del torneo.

La celebración fue breve; al poco tiempo, un chico con el que nunca me he llevado bien se acercó con el balón entre los pies. Es mucho más alto que yo, pero también bastante más delgado, y no me resultó complicado bloquear su avance. Procurando despejar el balón, le rocé la pierna, sin llegar a darle ninguna patada, ni siquiera sin querer. Pero el chico retrocedió como si le hubiera dado un empujón con todas mis fuerzas y, mirándome con una fingida incredulidad, se empezó a quejar del patadón que le había dado. No teníamos árbitro, sino que las decisiones las tomaban los organizadores de forma “asamblearia”, afectadas sin más remedio por la opinión de los otros equipos y la gente que veía el partido, en una desafortunada tiranía de la mayoría. Alguien le dio la razón al chico y todos empezaron a corearlo, poco a poco. “¡Falta, falta! ¡Penalty!”. “Si además le agarró la camiseta”, oí que decía alguien. Todos los espectadores estaban detrás de la portería, por lo tanto a mi espalda durante la polémica jugada, por lo que ni siquiera si le hubiera agarrado lo podrían haber visto. Todos clamaban una falta que yo estaba segura de no haber hecho, pero no logré hacerme con la fuerza para imponer. Por miedo a perder la batalla, ni siquiera me atreví a empezarla, pese a ser su palabra contra la mía, consciente de que nadie podía verificar su testimonio porque yo no le había dado ninguna patada. Pero tan solo protesté en voz baja, mirando a mi alrededor en busca de alguien que me apoyase, mientras el chico cogía el balón y lo colocaba para lanzar la falta. Una vez más, mi equipo se reunió sin contar conmigo para decidir quién se ponía en la barrera y quién defendía a quién. Cubrí al chico al que en teoría había hecho la falta, y antes de que la llevasen a cabo comprendí la jugada que planeaban, pero ya era demasiado tarde. Un chico, creo que el portero, se acercó corriendo por una banda que habíamos dejado totalmente desprotegida y le pasaron el balón. Nada más verlo, me apresuré a interceder entre él y la portería, pero no podía. No podía porque el chico al que yo no había hecho ninguna falta me estaba agarrando fuerte de la muñeca, y no logré deshacerme de su agarre hasta que se puso a celebrar el gol de su compañero. Habían marcado el gol de oro. Nosotros estábamos eliminados.

Salí enfadada de aquel partido, ¡cómo no iba a estarlo! Pero mis amigas no entendieron lo que yo consideraba que había ocurrido y se lo tomaron como un mal perder. Que mi enfado había absurdo, innecesario, inmaduro para mi edad. Niñas de quince, dieciséis y diecisiete años tachándome de inmadura.

Ante un choque, un chico dijo que le había hecho falta y yo que no. Al no haber árbitro, él gritó por encima de mi voz y se hizo con la conformidad de todos, aunque nadie hubiera visto lo que él clamaba. ¿Por qué aceptamos que el que más grita tiene la razón? Él aseguraba que yo le había agarrado y pegado una patada pero, cuando tiraron la falta, fue él quien me agarró de la muñeca para que no fuese a defender a su compañero de equipo que marcó gol. Era el gol de oro: victoria directa. No dije que me había agarrado. Si lo hubiera dicho, ¿alguien me habría escuchado? ¿O más bien habría quedado como una mentirosa que no sabe perder? Una caprichosa faltona en busca de venganza. Tener que callarse la verdad se llama autocensura, y es una de las peores cosas que hacemos para sentirnos aceptados.

Me daba igual que hubieran ganado. Me daba igual que hubiera sido gracias a ese gol, a mi ver ilegítimo. Lo que me quitaba el sueño era que su voz fuese más escuchada que la mía. Que nadie, insisto, nadie viera una falta y, aun así, no se atrevieran a llevarle la contraria. Y a mí sí, pese a estar de acuerdo conmigo. ¿Fue por ser quien era aquel chico, por puro amiguismo? ¿Tiene algo que ver que yo sea una mujer en un mundo de hombres como es el fútbol? Se suele dar por hecho que las mujeres no sabemos de fútbol; por ello, no sabemos lo que es una falta, ni si hemos dado una patada o agarrado a alguien. Los de mi equipo hablaban a mis espaldas de que yo no defendía a quien tenía que defender, pero tampoco me lo decían a mí para que lo hiciera mejor. Lo comentaban entre ellos como un fracaso en el pasado, como si no hablásemos el mismo idioma y no pudieran hacer nada. En todo el torneo, el único chico de mi equipo que me dirigió la palabra para algo más que contestarme cuando yo preguntaba algo se limitó a una conversación de tres frases.

Ya estoy otra vez con la sociología de las narices, lo sé, pero esta anécdota sin importancia tiene una lectura bastante más amplia. No me enfadé por la derrota ni por la mentira, sino porque me dejaron sin voz ni voto, cero credibilidad, nula importancia. Reivindicar tener voz en un partido masculino también es feminismo. Que se me tenga en cuenta como a una igual es un derecho humano. Ser jugadoras de segunda en un partido también es una forma de opresión. Enhorabuena a los ganadores del torneo, que en los juegos no tengo mal perder, si total, ¡son para divertirse! Pero en la vida real, ahí sí que tengo mal perder. Sobre todo cuando las normas las escriben hombres blancos y ricos. Porque no nos representan.

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