En la plaza de mi pueblo

La última noche de fiestas fue la entrega de premios a las distintas actividades y juegos que se habían organizado a lo largo de la semana. No pude evitar fijarme en que, en los de adultos, casi todos los premios se los llevaban hombres. De hecho, tan solo había una mujer premiada, la chica del equipo de fútbol que ganó, aunque apenas si había tocado el balón en todo el torneo.

-Es que sois menos -dijo un amigo, cuando se lo comenté.

-¿Somos menos o participamos menos? -le pregunté, consciente de la respuesta. ¿Por qué participamos menos?

Terminó la entrega de premios y empezó la música. El principio de las verbenas no me gusta nada. Canciones de reggaeton que todo el mundo canta sin pararse a escuchar la letra, o quizá simplemente asumiendo que el mundo es terriblemente machista y hay que asumirlo para poder bailar. Pero, a medida que avanza la noche, suena alguna canción de Amaral, el inconfundible Vals del obrero, una Legalización llena de ritmo, un vigoroso We are the champions y la imprescindible Fiesta Pagana, y me alegro de haber soportado horas de reggaeton para estar ahí, con mi gente, en mi pueblo, saltando, gritando, cantando, bailando... Cuando llegan las últimas canciones, siempre las mejores, en que hasta los más derechistas cantan un «Orgulloso de estar entre el proletariado», en que cuesta distinguir quién ha bebido de más y quién no ha probado gota de alcohol, en esos momentos, es cuando más ganas tengo de celebrar la vida.

Terminaron las fiestas y, con ellas, se fue marchando poco a poco la gente, devolviendo al pueblo la habitual calma que lo caracteriza. Sin embargo, este año el éxodo de madrileños de vuelta a sus contaminados hogares se demoró más de lo habitual, y se fue acercando septiembre con decenas de niños y jóvenes por las calles.

Un día, jugando al baloncesto, el equipo rival estaba a un punto de la victoria, y nosotros a diez. Como un chico de los de mi equipo dejó de intentarlo, resignándose a una casi inevitable derrota, traté de convencerle de que todavía podíamos remontar. Curiosamente, al decirlo, el equipo contrario no hacía más que golpear al tablero sin meter ni una canasta, mientras que nosotros empezamos a recortar la distancia. «Sí se puede, sí se puede», empezó a cantar Jaime, un niño de nuestro equipo. Uno tras otro, llegamos a estar a un punto del equipo ganador. Al final perdimos igualmente, pero no cabe duda de que hicimos sudar al equipo contrario.

Desde entonces, «Sí se puede» se convirtió en el lema de quienes no aceptan una derrota hasta que el juego ha terminado.

Aquella tarde apenas quedaba gente de mi edad, y Teresa y yo veíamos las horas pasar sentadas a la sombra de un árbol.

-Venga, jugad al escondite -insistía Adrián, el hermano de Jaime, un niño charlatán con el que es divertido hablar un rato, pero al que no hay quien aguante cuando se pone pesado.

-Que no, que Teresa no puede correr y no la voy a dejar sola.

-Si juegas te dejo de llamar Unión de Parlamentos.
Así me había llamado todo el mes que pasé en el pueblo, porque un día me escuchó hablando de política con Teresa.

-Pero es que a mi no me molesta que me llames así.

-Pues te dejo de llamar Unión de Parlamentos muy españoles y mucho españoles.

Sonreí. La segunda parte del mote me la había añadido al descubrir que soy gallega, y había decidido mantenerla al entender que Rajoy no me cae demasiado bien.


El último día en el pueblo, vino la panadera y fui a comprarle un par de barras. Delante de mí, la vecina se metía con otra señora, diciéndole que no era del pueblo, sino una arrimada, para que la panadera le diera las peores barras.

-Hasta esta muchacha es más del pueblo -dijo la vecina, señalándome-. No habrá nacido aquí, pero tiene sangre del Casasola.

La panadera sonrió y me preguntó qué quería.

-Pero no te enfades conmigo por decirte esto -oí cómo añadía la la vecina, mirando a la otra mujer, riéndose.

-¿Eres de aquí, de esta casa? -preguntó la panadera, señalando a la casa de mi abuelo, mientras me daba dos barras de pan.

-¡Si es nieta del Emiliano! -aclaró la vecina.

-¡Anda! -exclamó la panadera e, inmediatamente, me cogió una de las barras de pan que yo sostenía y la cambió por otra más oscura.- Esta le gusta más a tu abuelo.

Al marcharme, un niño de unos siete años cuyo nombre olvido cada vez que me lo dicen, nieto de la vecina, me dijo adiós con la mano. La bicicleta amarilla descansaba a la sombra, apoyada sobre la pared. Le devolví el saludo, también sonriendo, y volví a mi casa.
Tras un mes en la sierra este de Ávila, en el futuro pueblo fantasma que promete ser Casasola, llegó el momento de decir adiós. Suelo ir al pueblo unas cinco veces al año, pero no es lo mismo que en agosto. Durante un mes pero, especialmente, durante quince días, las calles, la plaza, el bar y la frontera se llenan de vida. Parece que el pueblo se nos queda pequeño, la iglesia se llena en la misa de San Roque, un montón de niñas y chicas bailan las jotas, el tradicional “al turgao” llena el pueblo de gritos, la charanga despierta a los vecinos que duermen, los partidos de futbolín en “el chiscón” no se terminan hasta que se acaba el refresco… Durante quince días en agosto, parece que Casasola está viva y que podrá evitar convertirse en el pueblo fantasma que será dentro de no muchos años. Durante quince días en agosto, las madrugadas cobran vida entre el pilón, el parque y el lavadero, las frescas mañanas desaparecen pegadas a las sábanas y dejan paso a cálidas tardes de cartas, charlas o juegos de balón… en la frontera, o en la plaza de mi pueblo.

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