Siniestros siniestrados

Los siniestros, o La Resistencia, llevamos a cabo durante las primeras semanas del curso bastantes más actividades que el año anterior. Casi todos los fines de semana cenábamos fuera un día, y todos los domingos organizábamos un partido de fútbol en la cancha del colegio mayor. Las cosas iban, honestamente, de maravilla…



La calma antes de la tormenta.

Cuando, la primavera pasada, casi todos los siniestros elegimos habitaciones en el mismo pasillo, el tercer piso del edificio llamado Argüelles, bromeé diciendo que viviendo todos en el mismo pasillo y siendo tan odiados como éramos (y, hasta cierto punto, seguimos siendo) éramos un blanco fácil.

Comiendo al mediodía, no sospechábamos la que se nos venía encima. Cristian hablaba de cómo se había traído una tomatera, porque en su habitación daba bastante el sol, y en casa de su novia, donde había estado hasta entonces, estaba moribunda. Aquella noche salimos a cenar a una pizzería por Islas Filipinas, no muy lejos de Moncloa, y al terminar medio grupo quería ir a tomar unas cervezas y la otra mitad prefería volver al colegio. Al final volvimos todos. Ya estábamos por el intercambiador de Moncloa cuando Nerea dijo que estaba el colegio en llamas.

-Ojalá -bromeamos, pues no era capaz de decirlo sin reírse.

-Que no, que lo digo en serio, que lo han puesto por el grupo.

No tenía batería en el móvil para ver ese mensaje pero, aun así, se limitaba a algo del estilo:

“¿Las alarmas son de verdad?
Sí, tenemos que salir todos”

De pronto, llamaron a Andrea.

-¿Que si mi habitación es la 38? No, es la 39. ¿Qué? ¿En llamas?

Aquello ya no parecía una broma. Antes de que Andrea colgase, enviaron por el grupo un vídeo de nuestro edificio visto desde fuera. Las llamas salían por las ventanas del pasillo del tercero de Argüelles: nuestro pasillo.

Iba en serio.



Bajando por la Avenida Séneca cegados por las luces azules de los bomberos, nos apresuramos para llegar al Nebrija. Cuando entramos, los bomberos ya habían apagado el fuego. La fachada lucía un negro carbón, como cuando se quema el pan, y todos los colegiales estaban fuera, la mayoría en pijama, algunos incluso descalzos en aquella fría noche de octubre. Por si no fuera poco, había llovido.



Me acerqué riendo de nerviosismo, temerosa de preguntar qué habitaciones habían ardido aparte de la 38. Cristian estaba sentado en el bordillo, abrazándose las piernas y procurando no pisar demasiado el suelo con sus calcetines empapados. Su mueca de sonrisa forzada se complementaba con sus ojos abiertos como platos, sus brazos entumecidos y su cuerpo temblando, quizá por frío, quizá por miedo. Me senté a su lado y me contó cómo estaba durmiendo cuando sonó la alarma, pero desde centralita la apagaron, como siempre, asumiendo que era gente fumando, sin molestarse en comprobar si el fuego era real. Él se despertó pero siguió durmiendo cuando dejó de sonar. Como todos hacemos siempre. De repente, el olor a humo le despertó y, cogiendo solo las gafas, abrió la puerta de su habitación. El humo ya inundaba el pasillo y las llamas salían de la puerta de la lado, casi alcanzándole. Sin ni siquiera calzarse, salió corriendo, avisando del incendio. Afortunadamente el pasillo estaba vacío; los nueve que vivimos ahí somos siniestros, y estábamos juntos en la pizzería, salvo Cristian y Enrique, cuya habitación estaba en la punta opuesta del pasillo, por lo que al abrir su puerta y encontrarse la nube de humo también bajó. Volvieron a activar las alarmas, desalojaron el colegio y llamaron a los bomberos.

Cuando escribo estas líneas han pasado casi tres meses desde el incendio y todavía no sabemos las causas. Si dirección las sabe, no nos las ha comunicado a los afectados; tampoco es que en algún momento haya habido buena comunicación, pero la opacidad con respecto a este tema me parece bastante avergonzante.

Nos quedamos con Cristian, que hasta nuestra llegada había estado solo. Hasta el día antes del incendio pensé que las desgracias unían. Pensaba que a la persona más afectada, a un chico que, de no haberse despertado, podría haber muerto sin que sonasen las alarmas, le acompañarían. Pensé que alguien le dejaría su chaqueta al verlo temblando, sentado en el suelo mojado. Que alguien se sentaría a hablar con él para distraerlo, para que dejase de pensar en si su habitación había ardido hasta los cimientos, en si lograría salvar algo. Que, a pesar de no llevarnos bien, a pesar de tener modos radicalmente distintos de entender lo que es vivir en un colegio mayor, dejarían las diferencias de lado tan solo por una noche para apoyarse en un momento tan difícil. Me equivocaba. Cuando llegamos, Cristian estaba solo. Le abrazamos, le acompañamos y procuramos tranquilizarle, en vano.

El director pasó lista; estábamos todos los del pasillo que ardió salvo Xia. Supusimos que se habría ido a su casa, a Salamanca, como casi todos los fines de semana, pero le enviamos un mensaje, para asegurarnos. Cuando los bomberos comprobaron que no había ningún riesgo en el edificio central, entramos a la zona de centralita y el antebar, donde nos agrupamos alrededor de radiadores. Alguien le dejó un abrigo a Cristian y todos le cedimos el lugar más cerca del radiador. Poco a poco fue dejando de temblar, pero seguía teniendo los ojos abiertos como platos. Justina estaba muy nerviosa y había llorado un poco; es una chica bastante sensible. La abracé y me quedé hablando con ella, intentando sacarle una sonrisa. Persiguiendo a los miembros de dirección conseguimos sacar con cuentagotas algo de información que les habían dicho los bomberos: solo había ardido el ala izquierda del pasillo, donde están la mitad de las habitaciones del pasillo. El ala derecha, donde está mi habitación, estaba intacta. El fuego se había originado en la habitación 38, que ardió hasta los cimientos, literalmente. En la habitación no había ni marco de la puerta ni muebles ni colchón… tan solo cenizas y paredes desnudas en las que se veía el ladrillo. El fuego se había propagado por el pasillo, que también estaba bastante dañado, pero no por las habitaciones. Tan solo dos habitaciones, la de Andrea, la 39, y la de Cristian, la 37, habían alcanzado tales temperaturas y había entrado tanto humo que las paredes estaban negras y muchas cosas, en vez de quemarse, se habían fundido por las altas temperaturas. Todo esto no lo supimos hasta que no subimos a verlo con nuestros propios ojos.



Así, cuando se fueron los bomberos, dos hombres de Seguridad Complutense nos acompañaron a coger en cinco minutos lo imprescindible para pasar la noche. Lógicamente no podíamos dormir ni en el lado que no se había quemado, que estaba lleno de humo. En el peor de los casos dormiríamos en colchones en el salón de actos. Afortunadamente, lograron realojarnos en otros colegios mayores.



Una semana antes del incendio, las alarmas nos habían asustado. Habían sonado igual, un sábado por la noche, de madrugada, y habían tardado mucho en apagarlas. Habían tardado tanto que salimos al pasillo, a asegurarnos de que no eran de verdad. En efecto, no era nada, gente fumando, y el conserje que estaba aquella noche no sabía cómo apagarlas. El día antes del incendio, Cristian había pedido un mechero y Esteban había bromeado sobre para qué lo necesitaba, si no sería para quemar el colegio.

Un par de días después pudimos subir de nuevo a las habitaciones a coger una maleta con ropa. Nos advirtieron de que tardaríamos bastante en volver. Una tarde en que nos dejaron volver a subir, acomapañados, por supuesto, ayudé a Andrea a bajar sus cosas a la nueva habitación que le adjudicaron, en el Teresa.

-Ay, muchas gracias, de verdad -me dijo.

-De nada, para eso estamos -respondí. Un recuerdo: menos de un mes antes, fui yo quien llamó a su puerta para decirle que éramos sus vecinos, por si necesitaba cualquier cosa. A la primera no nos abrió; más tarde confesó que había pensado que éramos veteranos. A la segunda, abrió despacio, como con miedo a quien estuviera del otro lado de la puerta, y entrevimos una silueta pequeña y delgada que poco a poco se atrevió a saludarnos. En dos minutos hablando le acabamos diciendo que no habíamos hecho novatadas y ella se alegró enormemente de poder ir con nosotros en vez de pasar por aquella humillación. Éramos sus vecinos, por si necesitaba cualquier cosa. En septiembre necesitaba un grupo que la tratase con dignidad humana aunque no hiciera novatadas. En octubre, alguien que la ayudase a mudarse después del incendio.

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