Los sueños, sueños son
15/03/18
¿Qué es la vida? Se
preguntaba Segismundo. Una ilusión, una sombra, una ficción, respondía Calderón
de la Barca. Y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño y los sueños,
sueños son.
En un libro juvenil que
leí hace no tanto tiempo, la protagonista, en el funeral de su novio decía que
los funerales no se hacen para los muertos, sino para los vivos. Pienso lo
mismo de los bautizos, donde el protagonista es un bebé que no tendrá recuerdos
de ese día. Y, en cierto modo, algo parecido pasa en los cumpleaños, donde
dependiendo de la cultura el cumpleañero invita o es invitado por sus amigos.
Al final, nunca es por nosotros, sino por nuestro entorno, por nuestros seres
queridos, por aquellos que hacen un poquito más dulce esta montaña rusa en que
vivimos.
Es la nieve la que
prepara el terreno para las flores, y después de un invierno muy frío viene una
primavera especialmente colorida, pero a veces esas flores se hacen de rogar.
Ya que estábamos en el
pueblo y no podría ir a la manifestación por la libertad de expresión y las
pensiones, que estaba teniendo lugar en Madrid, hice cutres carteles sobre
folios de libreta, diciendo “Pensiones dignas”, “Trabajo hoy, pensión mañana”, “No
a la ley mordaza” y “Desamordázate”. Si yo no podía ir a la manifestación, la
manifestación vendría a mí. Aquella fría tarde, delante del ayuntamiento de
Casasola, se manifestaron unas diez personas, probablemente un porcentaje muy
alto de los presentes en el pueblo. Llegaron, se sacaron una foto con cuatro
cutres carteles escritos a bolígrafo y se marcharon. El 8 de marzo habíamos
hecho historia; esta vez no. Por lo menos, para nosotros, aquello sí que significó algo.
01/04/18
Las vacaciones quedaron
llenas de anécdotas desde el mismo momento en que llegamos. Llegamos el sábado
al apartamento en Cauterets, en el sur de Francia, y en recepción no consta
nuestra reserva. En un brusco español nos explicaron que no estábamos apuntados
en ninguna parte, y en un pésimo francés intentamos insistir en nuestra
reserva, de la que teníamos recibo, por mucho que repitieran que “Todo lleno”.
Después de pasarnos varias horas las dos familias tiradas en recepción,
mientras mi vecino llamaba a donde había reservado, insistiendo en que
estábamos cansados después de nueve horas de coche, con niños pequeños, y la
reserva llevaba hecha desde septiembre (así se consiguen grandes ofertas), nos
dejaron quedarnos en un apartamento minúsculo hasta el lunes, día en que
llamarían a París y veríamos qué hacer.
30 m2, sin
cocina, sin nevera, con la puerta golpeando en el sofá cama por falta de espacio,
dos literas que por todo lo que se mueven y el ruido que hacen parece que se
van a caer en cualquier momento, las luces tan bajas y el retrete tan alto que
parece un piso de minusválidos, aparte de que la ducha no tiene plato, pero es
inverosímil que sea así si hay tan poco espacio para moverse.
El primer día esquiando,
a uno de nuestro nutrido grupo se le rompe el esquí, a otra no le funciona el
forfait, la persiana se nos rompe quedando la comida en la terraza en la nevera
portátil (recordemos que no había nevera en la miniatura de piso), y vamos 17
lucenses a cenar a la malagueña. La malagueña es una pizzería que no se llama
así, pero no sabemos cómo se llama. El año pasado la encontramos por
casualidad, cuando ya estábamos hartos de que nadie nos supiera hablar en
español, y al entrar nos encontramos con que la camarera es de Málaga y el
camarero, por el acento, probablemente centroamericano, quizá cubano. Cenamos
pizzas muy buenas por un precio sorprendentemente bajo, y por eso repetimos.
Entre los 17 que fuimos, había 6 niños de menos de once años que montaban tal
escándalo que todos los franceses nos miraban fijamente, murmurando. Supongo
que a la camarera malagueña le resultaría familiar aquella estampa, o quizá le
dimos vergüenza ajena.
El segundo día cayó la
mayor nevada que he visto nunca. Subimos por primera vez a las pistas de arriba
con la tabla de snow, mi hermano, mi vecino pequeño y yo, con el monitor. En
medio de la tormenta nos quedamos parados en el telesilla durante treinta y
cinco minutos, temblando de frío y sin ver el suelo ni oír a nadie esquiando
por la pista. Planteándome ya escenarios en que somos rescatados por un
helicóptero, mojada hasta la ropa interior a pesar de llevar varias capas de
ropa y pantalones y cazadora de esquí, por fin arranca el telesilla. En nuestra
primera bajada por una de las pistas largas, no veíamos ni por dónde íbamos,
tan solo al monitor, una figura roja delante de nosotros. En numerosas
ocasiones se nos enterraba la tabla y no había forma de coger suficiente
velocidad para desenterrarla, por lo que avanzábamos a trompicones, cayendo
cada pocos metros y escuchando aludes a nuestro alrededor, pero sin ver nada.
Supongo que no teníamos miedo porque nos fiábamos del monitor y porque sabíamos
que, si nos pillaba un alud, probablemente llegara también abajo, a la
cafetería, y estaríamos perdidos de todas formas, hubiéramos subido o no a la
pista de arriba. Es fácil bajar una cuesta empinada cuando no ves cómo de
empinada es, cuando no sabes dónde termina la nieve y dónde empieza el cielo
porque todo es blanco, hasta tu tabla. Haces lo que te han enseñado y esperas
no hacerte demasiado daño si te caes.
A pesar de estar en el
extranjero, procuro no dejar de informarme de lo que ocurre en España, y es así
como me entro del encarcelamiento de varios ex consellers. Al leer la noticia,
no puedo evitar recordar aquella frase de Unamuno: venceréis pero no
convenceréis. Él hablaba de la guerra civil, de que los vencedores tenían armas
y apoyos suficientes para ganar pero no los argumentos para convencer. Salvando
las distancias, parece que la respuesta meramente judicial en el proceso
independentista en Cataluña que, aunque necesaria, sustituye la también
importante respuesta política, acabará venciendo pero no convenciendo a
aquellos que fueron a votar un no tan lejano uno de octubre, aquellos que salen
cada semana a las calles de Barcelona reclamando algo que un juez nunca les
podrá otorgar, aquellos que llevan medio año en prisión preventiva por riesgo
de reiteración de un delito que difícilmente pueden cometer si ya han sido
destituidos de los cargos políticos que ostentaban. Según Maquiavelo, un
gobernante necesita el apoyo del pueblo, incluso cuando no es un gobierno
democrático porque, de no tenerlo, el pueblo le traicionará tan pronto como
pueda si no le tiene aprecio (bueno, y un poco de miedo, añade Maquiavelo).
Varios cientos de
kilómetros más al oeste, Lugo tendrá en mayo la primera jura de bandera para
civiles. A petición del Partido Popular, el PSOE no ha dudado en aprobarlo y
ponerse a su entera disposición. Tiene gracia. Sonaba como si se les hubiera
olvidado hacerlo antes de que lo sugiriera el PP, como si lo tuvieran en la
punta de la lengua y por fin se acordasen. Por lo que escucho, el ayuntamiento
está bastante bloqueado, pero está claro que para las cuestiones “de vital
importancia” les falta tiempo para ponerse de acuerdo.
Es Semana Santa y en España
ondearán banderas a media asta por la muerte de Cristo. En Francia, las
banderas no ondean, atadas con un lazo negro por la heroica muerte de un
teniente coronel que se intercambió por una rehén en un atentado terrorista.
Solo nos separan los Pirineos.
El último día en Francia,
mi madre quiso comprar una gallina decorativa que vendían en un puesto en una
plaza. Mi madre le preguntó al vendedor el precio de la gallina, él miró la
etiqueta y dijo que 25 euros, dudó y se corrigió, diciendo que 20. En la
etiqueta ponía 35 euros. Me acerqué a ellos. El hombre le estaba contando algo
que traduje a mi madre como pude.
-Tu parles français? -me
preguntó.
-Un petit peu.
Nos preguntó de qué parte
de España éramos, una vez se hizo evidente que éramos españolas.
-Galicia.
-Quelle ville? -preguntó.
¿Qué ciudad?
Le dijimos que Lugo, y
ante la obviedad de que no sabía dónde estaba, dije que cerca de Santiago de
Compostela.
-Oh, Saint-Jacques de Compostelle!
Nos contó, y traduje como
pude, que él era marroquí pero estaba seguro de que sus antepasados eran
españoles, pues le encantaba España. Loa abuelos de su mujer también eran
españoles. Dijo que todos los años iban a España y la habían visitado entera,
de norte a sur y de este a oeste, y sin duda lo más bonito era Andalucía. Habló
también de Marruecos, de que hace 25-30 años se vivía muy bien, eran de clase
media y tenían un nivel de vida parecido al de España, pero por alguna razón
que no conseguí entender (mi dominio del francés es muy limitado), aquello ya
no era así. Supongo que por eso habría emigrado a Francia.
-Aquí puedo hacer lo que
quiera, vestir como quiera, beber lo que quiera… -añadió.
Las vacaciones terminaron
y tocó volver a España. El domingo salimos mi madre y yo en coche desde Lugo,
hacia Ávila, y nos pillaron las terribles e infinitas retenciones de la
operación retorno. Todos los años, al volver a Lugo del pueblo, veíamos los
cientos de coches parados en el otro sentido de la autovía, hacia Madrid, y nos
reíamos de su mala suerte. Esta vez nos tocaba a nosotras.
Paramos en una gasolinera
donde no había sitio para aparcar y donde tuvimos que esperar media hora de
cola para ir al baño por la gran cantidad de personas que habían pensado lo
mismo que nosotras. Nunca habíamos tardado tantas horas en llegar a Ávila.
Obviamente perdí el billete de bus a Madrid que tenía, para el que tendríamos
que haber llegado de sobra. Fuimos a la estación de tren, contando con volver
en Renfe, pero estaba todo completo para el resto de trenes de la tarde y hasta
la noche. Operación retorno. En la estación de autobuses, igual, todo lleno. Mi
madre se ofreció entonces a llevarme ella misma hasta Madrid, pero había
retenciones durante prácticamente todo el recorrido. ¿Y qué acabé haciendo?
Subiéndome al tren sin billete. En las películas que veía de pequeña, esto
siempre acababa mal, los revisores eran hombres mayores malhumorados dispuestos
a parar el tren y dejarte en medio de ninguna parte. En la realidad, o al menos
en la mía, el revisor no puso ninguna pega en venderme el billete, sin recargo
ni nada, y buscarme un asiento vacío. Pagué el billete y él e dio parte de las
vueltas, pero con los nervios ni siquiera me di cuenta de que faltaban cinco
euros. Le di las gracias y me dispuse a marcharme.
-No hay de qué. Si eso es
todo lo que quieres…
-Sí, gracias -contesté,
creyendo que se refería a si no quería nada más que el billete.
-¿No quieres más?
-¡Ah! ¡Las vueltas!
Me dio los cinco euros
que faltaban. Llegué a Madrid a la hora prevista y me encontré con Leyre. Ella
había llegado varias horas antes. Esperando, había leído y había visto en el
arco del triunfo de Moncloa una especie de manifestación franquista. No me
sorprendió demasiado. Conseguimos coger el bus adecuado para llegar al albergue
en el que nos quedaríamos aquella noche, pues el colegio mayor no abría hasta
el lunes, día en que empezaba el Torneo de debate del INJUVE. Bajamos del bus
en Casa de Campo, donde los ruidos de Madrid se oyen a lo lejos, los coches
pitan y los perros ladran a kilómetros, y allí huele a bosque, porque lo es. Cansadas
y con ganas de cenar, caminamos hacia el albergue, cargando con las maletas.
Poco a poco anocheció y el sol se escondió tras el parque de atracciones de
Madrid, que estaba al lado del albergue. Al día siguiente debatiríamos en el
Senado, y al siguiente, en el Congreso. Pero todavía faltaba una noche, y todavía
no sospechábamos la cantidad de anécdotas que nos quedarían de aquel torneo.
Comentarios
Publicar un comentario
Las palabras son el arma más poderosa del ser humano. Úsalas sabiamente.